Ahora que el papa Francisco ha llamado los ricos a poner fin a la “cultura del egoísmo” y pedido a los jóvenes que promuevan “líos en las diócesis”, es preciso insistir en que si esta sociedad aspira a vivir en paz y bajo cierto grado de estabilidad política, debe hacer más esfuerzos para combatir la pobreza. Los logros en el campo de la seguridad social y la democracia económica están muy a la zaga de las conquistas en materia de desarrollo político y respeto a las libertades individuales. Una democracia funcional requiere de cierto equilibrio de esos elementos fundamentales. Por eso, para muchos sectores de población, nuestro sistema político es insustancial y no le representa nada.
La pobreza no es el factor fundamental de la desobediencia social y la subversión, aunque la fomenta y en determinados momentos la justifica, por lo menos desde un prisma puramente ideológico y humano. El hecho de que algunos de los movimientos guerrilleros más exitosos hayan actuado en sociedades más o menos adelantadas, desde una visión tercermundista, claro está, como Argentina y Uruguay, demuestra que en la sedición y las guerrillas operan otras fuerzas y elementos ajenos totalmente a los niveles de pobreza imperantes en el medio en donde actúan.
Sin embargo, una cosa es evidente. El ensanchamiento de la brecha, ya grande, entre pequeños grupos detentadores del poder económico y grandes masas de población carentes de toda posibilidad de progreso operado en los últimos años, gravita penosamente sobre la suerte del sistema democrático. La desaparición de la pobreza debe por esta y muchas otras razones, ser un fin en sí mismo en la sociedad moderna.
Las llamadas reformas aprobadas en los últimos años tienden a acentuar el grave problema de la concentración de recursos, profundizando de este modo la pobreza existente y empobreciendo al mismo tiempo a la clase media.
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