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Amor y verdad

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En esta Semana Santa o Semana Mayor, nuestra mente como cristiano debe  enfocarse en la obra redentora de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, quien se manifestó a este mundo y murió clavado en una cruz para redimir a la humanidad perdida en el pecado, y resucitó triunfante, venciendo la muerte, como una demostración sublime del verdadero amor de Dios.

Este debe ser un motivo de profunda reflexión sobre el amor y la verdad divina, encarnada en la persona de Jesucristo, en momentos en que vivimos bajo una atmósfera de intranquilidad espiritual al priorizar el materialismo como un estilo de vida.

Es preocupante ver la  ligereza de personas que sólo piensan vivir para sí mismos, olvidando la maravillosa obra de Cristo, y  negando el amor y la compasión hacia los demás. Estos se ufanan en negar lo verdadero y se acogen, quizás por ignorancia, a la mentira y al engaño, sin inmutarse. Lo más hermoso de un ser humano, es vivir prodigando amor y ceñido a lo verdadero. Pero para el hombre que está buscando el amor y la verdad con sinceridad hay esperanza, porque ambas virtudes están a su disposición si cree en Cristo, como el Hijo del Dios viviente y lo acepta como su Señor Salvador.

La verdad más evidente es que la vida no consiste en la realización de un objetivo, sino en el cumplimiento de una misión. Ninguna vida tiene sentido excepto aquella que tiene por propósito servir exclusivamente a Dios y consagrarse por entero a su magna obra. Por poner el servicio a Dios como objetivo a nuestras vidas (Hecho. 5:29) con toda seguridad podemos decir que también seremos útil a los demás.

Muchos seres humanos están acostumbrados a vivir únicamente para satisfacerse a sí mismos, buscando su propia dicha y felicidad personal de espaldas a Dios, porque el dios de este siglo, que es Satanás con sus filosofías baratas y engañosas,  los ha cegado.

Dios nos ama entrañablemente y tenemos algo de El y por lo tanto debemos conservarlo tal y como El nos lo entregó. Dios desea el bien para todos sin excepción de personas. La paz interna no consiste en sentirla, sino en compartirla,’ impregnando a nuestros semejantes con un amor profundo y sincero. Tal amor distribuido equitativamente es benévolo, amable, honesto, sufrido, sin tener envidia de nada y de nadie. Tal amor no se jacta, ni se envanece. No hace nada indebido bajo ningún punto de vista. No busca lo suyo ni se irrita, ni guarda rencor.

El amor va de mano de la honestidad, tolerando con resignación y soportando todas las asperezas que los demás quisieran hacemos. El amor no conoce inquietudes sino virtudes por doquiera. El es remedio o antídoto para toda clase de males ya que no piensa en los problemas de uno sino en el bien que pueda hacer.  En este mundo donde el amor se ha desaparecido nosotros podemos hacer que aparezca. Para hacer que aparezca, hablemos de aquél Jesucristo que es todo amor ya que fue él que nos trajo el amor y nos lo demostró entregándose por la humanidad.

Cristo vino al mundo para dar testimonio de la verdad (Jn. 18:37). Aquellos que son de la verdad vienen a él. La verdad es generosa en extremos, caritativa sin límites y noble por excelencia. Es concisa y aliciente que salvaguarda nuestras vidas. Conforta a los corazones más débiles.

La paz de nuestra vida cotidiana es una prédica de la verdad. Nuestras mentes capacitadas por la verdad descansarán tranquilamente sobre la base sólida que es Cristo. Nuestro diálogo acerca de la verdad es honesto y desinteresado. Además, la verdad nos abre las puertas del más allá y sí podemos entrar sin reparo alguno en las moradas celestiales. Como todos los mortales desearan encontrarse y conocerse por los siglos a padres, madres, y los demás parientes en general, tenemos que seguir la verdad.

Conociendo la brevedad de la vida y el poder de estas virtudes, debemos impregnamos de estas cualidades. La palabra de Dios nos dice «Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo» (2 Cor. 5: 10).

Por observar la honestidad, amor y verdad, podemos renunciar el interés propio para tener interés exclusivamente en la magna obra de Dios. Podemos contamos entre aquellos que están en la disposición de ayudar a otros y no entre aquellos que siempre necesitan de la ayuda de otros. El mundo pasa y sus deseos, pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.

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