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Aprender de Aristóteles

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En su obra Ética a Nicómaco, Aristóteles desarrolló lo que se ha denominado la teoría del “justo medio”. Sustentado en una visión filosófica pragmática, algo poco común en la filosofía griega antigua, él señala lo siguiente: “… los que obran deben, en cada caso, observar lo que conviene a la ocasión como pasa también en la Medicina y en la Náutica”. Su intuición probadamente sabia con el paso de los siglos es que las virtudes morales “se pierden naturalmente por defecto o exceso, como vemos con el vigor y la salud: los ejercicios gimnásticos excesivos o deficientes hacen que se pierda el vigor. E igualmente las bebidas y los alimentos acaban con la salud, si se producen en exceso o defecto, mientras que si son equilibrados la crean, la aumentan y la conservan. Pues bien, de esta manera sucede también con la templanza, la valentía y las demás virtudes. El que lo rehúye todo y es temeroso y no aguanta nada se hace un cobarde; y el que no tema nada en absoluto, sino que se enfrenta a todo, temerario. Igualmente, el que disfruta todo placer y no se abstiene de ninguno, se hace intemperante, pero el que rehúye todo, como los hombres toscos, es insensible. Por consiguiente, se pierden la templanza y la fortaleza por el exceso y el defecto, mientras que se conservan por la mesura”.

Esta pauta de conducta es válida para los individuos y para los gobiernos. Ante situaciones difíciles o estresantes, tanto unos como otros se ven tentados a aferrarse a uno de los dos extremos: o al exceso o al defecto, esto es, a sobreactuar o no actuar, pues son las pautas de conducta más fáciles de adoptar. En cambio, resulta mucho más complejo y demandante buscar o construir el “justo medio” al que nos convoca Aristóteles y que, desde otra perspectiva filosófica y sociológica, en el siglo XX Max Weber llamó, en su fascinante ensayo La política como vocación, ética de la responsabilidad, la cual ordena tomar en cuenta las consecuencias previsibles de la propia acción, por oposición a la ética de la convicción o de los fines últimos, que solo procura validar la propia justeza y la superioridad moral del sujeto que toma las decisiones.

En el contexto de la crisis haitiana, la República Dominicana está enfrentando situaciones que ponen a prueba la capacidad de toma de decisiones en la medida en que, ante situaciones difíciles y cambiantes, se requiere por parte de nuestros líderes y gobernantes respuestas oportunas que, en balance, terminen protegiendo los intereses de los dominicanos y del Estado como un todo. En situaciones como estas el riesgo de caer en el “exceso”, al decir de Aristóteles, es mayor que caer en el “defecto”. En todo caso, ambos extremos son, en último término, perjudiciales para los intereses del país.

Sin duda, el Estado dominicano, a través de sus autoridades legítimas, tiene que defender su derecho a hacer valer sus normas constitucionales y legales en materia de nacionalidad y migración. No hacerlo sería abdicar a una de las más delicadas responsabilidades y potestades que tienen dichas autoridades. Por otro lado, sin embargo, en la ejecución de esas normas y de las políticas públicas en esa materia hay que tener cuidado en no incurrir en excesos que nos presenten como un Estado violador de derechos humanos elementales pues, nos guste o no nos guste, habrán actores en la región y alrededor del mundo que reaccionarán contra esas prácticas y procurarán quitarnos calidad para reclamar lo que consideremos justo y pertinente para enfrentar la compleja crisis haitiana y su impacto en la República Dominicana.

Igual sucede en la interacción nuestra con otros gobiernos y organismos internacionales. Por más indignación que nos pueda causar una declaración o una determinada medida que adopte otro país contra República Dominicana, al momento de responder hay que evitar tanto el exceso como el defecto, esto es, se requiere calibrar bien las circunstancias  y “observar lo que conviene a la ocasión” como decía Aristóteles. Por ejemplo, hay posiciones, declaraciones o gestos que ganan el aplauso de las gradas locales pero que pueden, a la postre, ser perjudiciales al propio interés nacional.

Esta es una época, permeada por el discurso trumpista con su retórica de permanente confrontación, resulta muy fácil deslizarse por la pendiente de las posiciones extremas pues estas encuentran condiciones favorables de recepción en segmentos de la sociedad a los que se les hace creer que problemas estructurales profundos, como el de la migración haitiana en el país, pueden resolverse a pura voluntad si no fuese por la cobardía o la incompetencia de quienes tienen el poder para hacerlo. Los riesgos para las autoridades y para el país si se actúa sobre la base de esta premisa son enormes. Así, deportar de manera consistente con base en la ley es muy distinto a las proclamas de ocasión y a los despliegues militares aparatosos propensos a cometer abusos repudiables que no hacen más que generar tensión y exacerbar los ánimos entre dominicanos y haitianos que a nada bueno puede conducir.

Las soluciones simplistas sobre la base de posiciones binarias –bueno o malo, patriota o traidor- son mucho más fácil de “vender” pero igualmente resultan ineficaces y efímeras. Construir instituciones, fortalecer el Estado de manera incremental, reconocer las realidades que se han creado a través de décadas, entablar diálogos realistas con los sectores relevantes y generar consensos para la acción, es mucho más difícil que hacer proclamas grandilocuentes con la promesa de acabar por arte de magia con los males de la migración o cualquier otro que impacte la vida de la nación. Por eso, aprender de Aristóteles es una tarea de primer orden cuando se viven tiempos como estos en los que, en lugar de la calentura mental que se percibe por doquier, lo que se requiere es mesura, prudencia, autocontrol y la búsqueda de ese difícil “justo medio” del que habló ese gigante de la filosofía occidental.

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