Durante el gobierno de siete meses del profesor Juan Bosch (27-2-1963/25-9-1963), don Curú fue designado como oficial civil de Pedernales. Y estuvo en el cargo sin vacaciones, alternando con su conuco de Los Olivares, hasta 1994, cuando el agresivo cáncer que en pocos días había hecho estragos en él, le permitió unos segundos de la madrugada, antes de la despedida de la vida, para pronunciar una frase inolvidable:
“Mis hijos, me estoy muriendo, pero me voy tranquilo porque nadie pudo ni podrá señalarme con un dedo… Nunca hagan lo mal hecho…“ No pudo más. Murió a los 74 años el 15 de mayo, víspera de las elecciones que el reformista Balaguer le escamoteó al socialdemócrata Peña Gómez.
Ciento veinticinco pesos brutos era su salario. Carecía de seguro médico y del mínimo incentivo económico. En el pueblo tenía sin embargo fama de incorruptible sin dejar de ser solidario extremo. Primero que él, faltaba el enfermo en el hospital, el preso en la cárcel y el muerto en el velorio, incluso cuando el sueño atacaba en las noches y hasta los dolientes se escurrían para regresar al día siguiente. No había joven ni adulto, hombre o mujer, que no le buscara como consejero. El único que desconoció sus cualidades fue el Estado que ni muérete le dijo.
En la oficina que dirigía eran muchas las oportunidades para enriquecerse o, al menos, vivir sin apuros junto a su familia. Él era su secretaria, su asistente, su conserje. Él barría, suapeaba, organizaba los archivos, llenaba los libros foliados, mecanografiaba las actas de: nacimiento, defunciones, matrimonios, escolares, cédulas… Mas aquel espacio era modelo de limpieza y orden. La palabra embarre no existía, menos las tachaduras en los libros. Él solo cargaba con los matrimonios y, al ver tantos divorcios, era el primero en aconsejar para evitarlos.
No le faltaron tentadoras ofertas para falsear fechas de nacimiento, nombres y apellidos a dominicanos y extranjeros. Tampoco amenazas de poderosos, ansiosos por documentos falsos para abultar las urnas en día de elecciones. Ni le faltaron agresiones verbales e intentos de chantajes de influyentes políticos, por él negarse a matrimoniar al vapor a forasteros llegados de lejos.
Don Curú no expedía un acta de nacimiento a pariente alguno, si no era pertinente. Aunque fuese para la escuela. Y era celoso con el escaso material gastable que a veces le enviaba la Junta Central Electoral. Administraba los lápices de carbón como si fuesen diamantes porque –decía a menudo— “eso es ajeno, eso es del Estado”. Lo mismo con la maquinilla Olivetti que se llevó a casa con todo y mesa de caoba y archivos, en 1966, cuando el ciclón Inés destruyó las oficinas públicas de aquella provincia fronteriza con Haití. En la sala de su casa se instaló hasta que el Gobierno construyó el nuevo edificio. Entonces regresó con las pertenencias estatales preservadas.
Ése hombre flaco y medio cojo desde que un caballo nervioso lo tumbó y le retorció una pierna, solo sabía responder en voz baja pero firme. “La ley es la ley, y la ley no dice que usted tiene que pagarme, eso no me pertenece… Si la ley dice que no se puede, no se puede”.
Indoblegable era el hijo de doña Irena y don Juan, esposa de la siempre tierna Zoraida, quien pagaba por no ofender. No era abogado ni nada parecido. Ni siquiera cercano a bachiller. Pero las faltas ortográficas eran, para él, imperdonables. A su lado siempre tenía un Larousse y escribía hermoso, coherente, limpio…
Un día, ya con achaques que disimulaba muy bien con su actividad constante (jamás se levantó después de las seis de la mañana), mi padre, don Curú o Juan Pérez hijo, se despertó con un rumor: la JCE nombraría abogados en las direcciones de las oficialías civiles. Y ya en Pedernales había varios aspirantes adelantando trámites.
Desde entonces, muchas de tales oficinas han mejorado en edificación y tecnología. Pero, en general, la calidad y el manejo ético solo aplican para discusión aunque sus gerentes son abogados y abogadas. Eso solo se ve en una sociedad donde don Dinero le ganó la guerra a doña Honestidad, y culpan a la sábana de la fiebre que ataca al paciente.
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