Minutos antes de morir de cáncer en nuestro hogar de Pedernales, don Curú, mi padre, desafió el intenso dolor que lo tenía postrado, levantó la mano derecha y masculló a sus hijos presentes: “¡Me estoy muriendo y nadie me puede señalar; no se corrompan!
Había sido oficial civil de Pedernales desde el gobierno de Juan Bosch, en 1963, hasta su último aliento aquella madrugada del 15 de mayo de 1994, víspera de las elecciones nacionales, cuando se le fue la vida. Agricultor y oficinista 24/7, nunca vacacionó; cuando no estaba frente al escritorio, lo hallaban en Los Olivares, cultivando su predio.
Pese al salario ridículo que devengaba (125 pesos en los últimos años) y a las ofertas tentadoras que a diario estaba expuesto, en el pueblo aún mencionan su condición de hombre incorruptible, responsable, meticuloso extremo con sus tareas (no se divorció de su diccionario Larousse), consejero y solidario; mas, nunca recibió ni siquiera el reconocimiento del Estado al cual sirvió durante tres décadas, sin desmayo, desde el trabajo y en la protección de los bienes bajo su cargo.
Don Curú solía advertirnos: “Si uno de ustedes comete un delito, si roba, mata o lo que sea, seré el primero en entregarlo a la Policía”. Dio demostraciones de que haría eso y más, pues no admitía que uno de nosotros entrara a casa un “chele palmita” (un centavo) sin haberlo ganado con dignidad. Jamás entendió la justificación de “me lo hallé en la calle” porque “si usted se lo halló, llévelo al mismo sitio porque eso no es suyo”. En estos momentos estábamos en alto riesgo de un baquetazo.
Que nadie crea que quiero presentar a mi papá como un Dios en la tierra. Creo que hay muchos y muchas como él en cualquier rincón del país. Solo que no están de moda.
La boga de estos días es obtener mucho dinero a cualquier precio, con la bendición de la sociedad y hasta de la familia. Porque a esto lleva este sistema global desigual en tanto, a través de la publicidad comercial, inocula a las poblaciones, infinitas necesidades y deseos de consumo que solo se satisfarían con mucho dinero imposible de conseguir con el trabajo limpio, porque no existe. El dinero solo está en manos de unos pocos vendidos como “montaña de legalidad”.
Una muestra de este panorama sombrío son las acusaciones de “delincuente electrónico” que ha formalizado el Ministerio Público al joven Jochy Gómez Canaán, hijo del comentarista de televisión Guillermo Gómez Jorge. Según la institución, él forma parte de una red internacional de “jaqueadores” que ha intervenido cuentas electrónicas de funcionarios estatales, empresarios, políticos y otros, con fines de chantaje.
Pese al cúmulo de pruebas presentadas por las autoridades, el padre alega que se trata de una trama política para desacreditar a su familia debido a la posición que él ha asumido frente al gobierno actual. En su programa dominical Aeromundo, por Color Visión, Gómez, vinculado al sector perredeísta del ex candidato presidencial Hipólito Mejía, se las pasa tildando de corruptos a los funcionarios del Ejecutivo, comenzando por el Presidente Fernández.
Si esa situación me pasara –o a cualquiera de mis hermanos y hermanas–, vivo mi padre, moriría en el acto de un infarto al miocardio a causa de la vergüenza. Porque él no habría asimilado que “toda persona es inocente hasta que le demuestren lo contrario” y, menos, que hay en el mercado abogados capaces de limpiar las aguas si les pagan una fortuna. Siempre entendió que la familia no podía fallar.
Pero como no soy don Curú sino su hijo, un periodista común de este tiempo, si yo fuera Guillermo, padre de un Jochy mayor de edad, mantuviera reservas sobre el caso y facilitaría la investigación, dejando claro que si es hallado culpable por la Justicia, debería cumplir las penas correspondientes. Sería lo mejor para quien delinca y quiera reinsertarse en la sociedad; y lo mejor para su entorno.
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