Hubiera querido escribir sobre la “misteriosa” desaparición de Quirinito, sobre las primarias abiertas o cerradas, sobre la corrupción, sobre la suerte de José Ramón Peralta, sobre ODEBRECHT, sobre la crisis moral que nos abate; pero siempre escribo una balada a la llegada del otoño, esa “estación de la bruma y la dulce abundancia”- como la llamó el gran romántico inglés John Keats-y éste año entró septiembre y llegó octubre y no he cantado al otoño, como los viejos poetas. El otoño concurre a la explicación exageradamente visible de las estaciones. Nosotros, los habitantes de las islas del caribe, no lo sabemos, alardeamos con bríos de nuestro “eterno verano”. Las variaciones en el tiempo son un espectáculo que se suma a otro, y luego a otro, y cada momento impone el conocimiento total de una pasión, enfática dentro del orden de los signos que el hombre y la mujer les han impuesto a las manifestaciones de la naturaleza.
El otoño, por ejemplo, es un peón del invierno. Llega y reparte cartas. Desnuda los árboles, viste de gris la imagen momentánea del poniente, y en el agobio desvaído de las tardes fulmina las hojas, que planean rendidas, con trazos sin volumen, encargadas de significar el gesto intolerable de una impotencia y una derrota. Nos decepcionará la primera imagen de lo innoble que él ofrece, solo que no es él, el otoño es únicamente un peón del invierno.
Los dominicanos nunca hemos disfrutado de ese espectáculo porque las estaciones son para nosotros el mito de lo idéntico: “un eterno verano”. Y el otoño es lo gris, el lecho pródigo de las hojas, la suma larguísima de una tristeza. Mientras en el verano todo es inocente, en el otoño todo es sombrío. Incluso la metáfora que usa el marco de comparación de las estaciones, hace del otoño de la vida un tiempo en declive. Además, llega en forma brusca, no se anuncia ceremonialmente, como la primavera, simplemente aparece. Siempre cuento a mis estudiantes la forma imprevista como me topé con el otoño (hablo del verdadero, no de esa versión que se enmascara en la isla). Había llegado a París al final del verano. Agigantada hasta la talla de un signo, la realidad era todavía verde la noche anterior. Cuando abrimos las ventanas por la mañana, la visión panorámica de una naturaleza unívocamente gris nos dejó perplejos. Allí estábamos Norberto James y yo, sobrecogidos por la turbación y sin decirnos nada. Era como si millones de querubines hubieran pintado el mundo de gris, en una sola noche, mientras nosotros dormíamos. Todo había cambiado, incluso nosotros mismos, aunque no lo sabíamos.
Entonces me prometí que al inicio de todos los otoños de mi vida escribiría una balada. Nadie puede dudar que el otoño posee el poder de transmutación más asombroso, figura inteligible que cambia, además de la naturaleza, al hombre y la mujer. Y si cuento esta historia es para subsanar una carencia, porque el verano se va y es como si llegara, pero es una pena que el otoño nos deje instalado en la perplejidad de los dioses, y ni siquiera nos demos cuenta. Conocí un hombre que se murió de otoño.
Hubiera querido escribir sobre la celebración de tantas cosas, pero es el otoño y esas arideces refulgen en la conciencia como un episodio. Prefiero el otoño.
¡Ah, el otoño, que es tan solo un peón del invierno!