Cuando aún Estados Unidos y el mundo sensible y civilizado siguen inmersos en el estremecimiento provocado por la matanza de Las Vegas, Nevada, en medio del duelo, el dolor y la impotencia, aflora un sentimiento de angustia generalizado que tiene como punto focal el hecho de que prácticamente ya no existe un lugar de completa seguridad en ninguna nación.
Hemos contemplado cómo congregarse masivamente en un lugar cerrado o una explanada abierta para disfrutar de un concierto o un espectáculo o caminar por un corredor turístico, actividades legítimas y deseables de esparcimiento, se convierten en blancos preferidos para ataques terroristas o de desquiciados mentales.
La inseguridad y estas mortíferas agresiones no son en realidad nuevas, pero cada día vemos como se incrementan y las diferentes modalidades que utilizan estos despiadados sicópatas, desde explosivos hasta atroces embestidas con vehículos para causar víctimas letales.
Desde los ataques a las torres gemelas y al pentágono en aquel fatídico 11 de septiembre, el empeño de los terroristas no es solo producir muertes sino provocar un estado de temor global para que nadie pueda vivir en paz, como si se tratara de una condena inevitable, tal como proclamó entonces Osama Bin Laden.
Hasta ahora la entereza y valentía de los pueblos amantes de la paz y la convivencia civilizada no ha permitido que sucumban frente a esa amenaza y por eso hemos visto cómo luego de grandes tragedias, ciudadanos de España, Francia e Inglaterra y otros países han dado un ejemplo, pues además de condenas enérgicas a la barbarie criminal, siguen adelante apostando por la normalidad y la paz.
Se trata, no hay duda, de un desafío global que reclama un reforzamiento de la seguridad y la prevención a cargo de los Estados y un mayor nivel de conciencia de parte de las personas sobre los peligros que nos asechan y la necesidad de ser cada vez más cuidadosos en la autoprotección, aunque esto imponga limitaciones al disfrute de la vida en sentido pleno.