Las credenciales conservadoras del recién fallecido papa emérito Benedicto XVI están fuera de toda duda. Su conservadurismo se manifestó de múltiples maneras: en su apoyo al papa Juan Pablo II en su confrontación con los religiosos latinoamericanos propiciadores de la teología de la liberación; en su defensa, como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, de las posiciones más tradicionalistas de la Iglesia católica sobre el aborto, el celibato, la negación del matrimonio a personas del mismo sexo y la oposición a la ordenación de mujeres al sacerdocio; en su papel de soporte a la excesiva centralización de la producción doctrinal en la Iglesia católica característico del papado de Juan Pablo II según entendidos en la materia. No por casualidad él fue y seguirá siendo un referente de primer orden para los sectores conservadores dentro de la Iglesia católica.
Nada de esto puede negarse, pero antes de llegar a conclusiones definitivas que encasillen a este papa en un determinado perfil ideológico sería bueno hacer una pausa y comenzar a entender a este extraordinario pensador católico a partir de una perspectiva más amplia que tome en cuenta múltiples aspectos de su pensamiento. En otras palabras, evitar el riesgo del reduccionismo sin antes ver otras facetas de su producción doctrinaria que reflejan un pensamiento que tiene un componente sorprendentemente progresista.
La tercera y última encíclica del papa Benedicto XVI titulada Caritas in veritate (Caridad en la verdad), inspirada en la encíclica Populorum Progressio (El desarrollo de los pueblos) del papa Paulo VI, ofrece pistas muy claras sobre la visión política, social y económica de Benedicto XVI. Esta encíclica -Caritas in veritae- es un documento excepcional en cuanto a reflexión, desde una perspectiva que incorpora la ética y el sentido de justicia, sobre el Estado, el mercado, la sociedad y las personas en el contexto de la globalización.
Recuperando uno de los ejes de la tradición católica desde Santo Tomás de Aquino, Benedicto XVI pone el bien común en el centro de su exposición. Dice: “Desear el bien común y esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad. Trabajar por el bien común es cuidar, por un lado, y utilizar, por otro, ese conjunto de instituciones que estructuran jurídica, civil, política y culturalmente la vida social, que se configura así como pólis, como ciudad”. Reivindica para nuestro tiempo los ejes del pensamiento de Pablo VI sobre el desarrollo al señalar: “Con el término ´desarrollo´ quiso indicar ante todo el objetivo de que los pueblos salieran del hambre, la miseria, las enfermedades endémicas y el analfabetismo. Desde el punto de vista económico, eso significaba su participación activa y en condiciones de igualdad en el proceso económico internacional; desde el punto de vista social, su evolución hacia sociedades solidarias y con buen nivel de formación; desde el punto de vista político, la consolidación de regímenes democráticos capaces de asegurar libertad y paz”.
Benedicto XVI reconoce la función del mercado tanto o mejor que cualquier buen economista liberal, pero defiende también el papel del Estado ante la embestida que este ha sufrido por las corrientes políticas de derecha. Dice: “En nuestra época, el Estado se encuentra con el deber de afrontar las limitaciones que pone a su soberanía el nuevo contexto económico-comercial y financiero internacional, caracterizado también por una creciente movilidad de los capitales financieros y los medios de producción materiales e inmateriales”. Y agrega: “ Con un papel mejor ponderado de los poderes públicos, es previsible que se fortalezcan las nuevas formas de participación en la política nacional e internacional que tienen lugar a través de la actuación de las organizaciones de la sociedad civil; en este sentido, es de desear que haya mayor atención y participación en la res publica por parte de los ciudadanos”.
Su preocupación por la pobreza y la desigualdad es central en su reflexión. Sostiene que la búsqueda de políticas públicas que combatan estos males no solo tiene como motivación la dignidad de las personas y las exigencias de justicia, sino que también obedece a una “razón económica”. Al respecto señala: “El aumento sistémico de las desigualdades entre grupos sociales dentro de un mismo país y entre las poblaciones de los diferentes países, es decir, el aumento masivo de la pobreza relativa, no sólo tiende a erosionar la cohesión social y, de este modo, poner en peligro la democracia, sino que tiene también un impacto negativo en el plano económico por el progresivo desgaste del ´capital social´, es decir, del conjunto de relaciones de confianza, fiabilidad y respeto de las normas, que son indispensables en toda convivencia civil”.
Benedicto XVI hace también una iluminadora reflexión sobre la justicia en el contexto de la economía capitalista. Reconoce que la justicia conmutativa es propia de las relaciones entre individuos libres en el mercado, pero argumenta que esta debe ser complementada por la justicia distributiva que la Iglesia católica ha defendido a través del tiempo. Como complemento de esta idea señala: “La actividad económica no puede resolver todos los problemas sociales ampliando sin más la lógica mercantil. Debe estar ordenada a la consecución del bien común, que es responsabilidad sobre todo de la comunidad política. Por tanto, se debe tener presente que separar la gestión económica, a la que correspondería únicamente producir riqueza, de la acción política, que tendría el papel de conseguir la justicia mediante la distribución, es causa de graves desequilibrios”.
Para quienes echan chispas cuando el papa Francisco alza su voz en defensa de los derechos de los migrantes, Benedicto XVI dejó este mensaje aleccionador: “Todos podemos ver el sufrimiento, el disgusto y las aspiraciones que conllevan los flujos migratorios. Como es sabido, es un fenómeno complejo de gestionar; sin embargo, está comprobado que los trabajadores extranjeros, no obstante las dificultades inherentes a su integración, contribuyen de manera significativa con su trabajo al desarrollo económico del país que los acoge, así como a su país de origen a través de las remesas de dinero. Obviamente, estos trabajadores no pueden ser considerados como una mercancía o una mera fuerza laboral. Por tanto no deben ser tratados como cualquier otro factor de producción. Todo emigrante es una persona humana que, en cuanto tal, posee derechos fundamentales inalienables que han de ser respetados por todos y en cualquier situación”.
Los conservadores en la Iglesia católica, obsesionados como están con ciertos temas, no son dados a reconocer las ideas de contenido social de este brillante pensador católico. Con su agenda reduccionista, estos sectores no hacen más que abandonar causas sociales que la Iglesia católica está llamada a defender. Por su parte, Benedicto XVI, tal vez por su temperamento tímido y ensimismado, diferente al trotamundos Juan Pablo II y gran comunicador Francisco, no proyectó con suficiente fuerza y alcance su mensaje de orientación más progresista a la feligresía católica y a todas las personas de buena voluntad.
Abatido por los espeluznantes casos de abuso sexual en diferentes ámbitos de la Iglesia, así como por los manejos escandalosos de las finanzas en el Vaticano, Benedicto XVI terminó su papado de la peor manera posible. Tal vez a partir de ahora se tenga la serenidad necesaria para apreciar su pensamiento en toda su dimensión, incluyendo la que lo define como alguien con una extraordinaria sensibilidad social y una visión crítica y progresista de los problemas y desafíos que enfrentan las sociedades contemporáneas en el complejo contexto de la globalización.