Desde el surgimiento de la sociedad moderna se han debatido en la teoría y las luchas políticas diversas nociones acerca de los beneficios y perjuicios del capitalismo. El mercado como espacio de generación de riqueza es uno de sus atributos; la explotación de la mano de obra es su mancha indeleble.
En los últimos 150 años la economía mundial ha experimentado una gran expansión capitalista, y al inicio de este siglo, en vez de desaparecer, el capitalismo ha resurgido con más bríos. Sólo China bastará para escribir nuevos tratados sobre el desarrollo del capitalismo a principios del siglo XXI.
Una de las transformaciones más importantes de las sociedades capitalistas desarrolladas a mediados del siglo XX fue la incorporación de demandas públicas que extendieron beneficios socioeconómicos a amplios sectores de la ciudadanía.
En los países más industrializados, con democracias electorales y burocracias más eficientes, se mejoraron sustancialmente las condiciones de vida de los trabajadores con mejores salarios y otros beneficios laborales, y la expansión de servicios públicos de mayor calidad.
Se expandió la clase media y se consolidó una burguesía que aumentó sus ganancias, no por la sobreexplotación de la mano de obra, sino por un aumento en la productividad y la modernización tecnológica. Europa Occidental, Estados Unidos y Japón tipificaron este tipo de capitalismo.
En los llamados países en vías de desarrollo, como la Republica Dominicana, la situación es diferente. Ni el mercado ni el Estado han cumplido con su cometido de aumentar significativamente la producción de riqueza y mejorar su distribución. Ha predominado un capitalismo concentrador de riqueza, donde un pequeño grupo empresarial y político captura amplios beneficios.
El obstáculo inicial para la expansión capitalista en países como la República Dominicana fue la carencia de una revolución liberal que transformara la clase terrateniente, obligándola a producir más y mejor, para con el excedente apoyar la transformación industrial. El capitalismo agrario perduró con atraso tecnológico y social hasta el día de hoy, y por eso depende tanto de la mano de obra barata haitiana.
Con un sector agrario rezagado, la industrialización tardía dominicana se impulsó mediante un fuerte proteccionismo estatal en perjuicio de los sectores trabajadores. Las leyes de incentivos fiscales, cambiarios y salariales han constituido un paquete de generosa ayuda pública al empresariado dominicano desde la década de 1960, beneficiándose fundamentalmente las grandes empresas familiares dominicanas o el capital transnacional.
Durante los últimos 50 años estos grupos económicos han incidido de manera determinante en el diseño de políticas económicas que les benefician y han sido copartícipes de la corrupción pública vía la evasión fiscal y las prebendas, imposibilitando el desarrollo de una economía más competitiva, eficiente y distributiva.
Indispuesta para desarticular este capitalismo concentrador e impulsar un Estado-Nación de cobertura más democrática, la clase política dominicana, que se aloja en sus cada vez más desteñidos partidos políticos, ha optado por desfalcar sistemáticamente al Estado con el fin de construir su propia base económica y consolidar su poder político.
Así, la corrupción y el clientelismo han sido herramientas esenciales de los políticos dominicanos para acumular riqueza y establecer su relación de poder con el empresariado y la población. Como resultado, en el país no se ha forjado una burocracia estatal que se interese más por el Estado como ente organizador del desarrollo capitalista.
Con Pacto Migratorio o sin él, en la República Dominicana hay muchos haitianos no solo porque están mal en su país, sino también porque aquí los emplean con bajos salarios en la agricultura y la construcción.
Artículo publicado en el periódico HOY