Cinco décadas y media después del triunfo de una revolución supuesta a mejorar la vida de los cubanos y ponerle coto a la corrupción existente entonces, Cuba ha regresado a los peores días del “capitalismo salvaje” con otra ley de inversión extranjera que incrementa los incentivos y las garantías al capital foráneo que ya poseía desde 1995. La nueva legislación le permitirá a los inversionistas repatriar hasta el 68% de las utilidades, lo que difícilmente se les permita en otros países con economía de mercado, como la República Dominicana.
El gobierno de los Castro ha dicho que el objetivo de esta medida es poner a Cuba en condiciones de impulsar su economía y expandir su comercio exterior, lo que significa una admisión de penoso fracaso de cuantos experimentos se hicieran a lo largo de los 55 años de gobierno comunista para superar la situación de escasez y pobreza con la que la llamada revolución ha condenado la suerte de los cubanos. Los privilegios que la nueva ley de inversión otorga a los extranjeros no se extienden a los cubanos. La iniciativa crea una institución estatal para regular y controlar la contratación de personal nativo en las empresas foráneas que fijará las categorías y salarios del personal contratado. El gobierno les cobrará directamente a las compañías el salario de los nativos y luego les pagará en pesos cubanos. El Estado se quedará con la diferencia.
Esta ley pulveriza toda la esencia original de la revolución, que en sus inicios anuló la propiedad privada, confiscó los grandes capitales, expropió las empresas extranjeras e hizo de la actividad económica un derecho exclusivo del Estado, dejando a los cubanos sin la posibilidad de regir su propio destino y decidir por cuenta propia. La Cuba de hoy es una rémora de la peor etapa del capitalismo, felizmente superado. Toda una revolución para llegar a tan triste final.