La columna de Miguel Guerrero
En diversos círculos se suele comparar a Chávez con Lula, pero lo cierto es que hubo siempre enormes diferencias entre ellos. Chávez nunca tuvo la dimensión de Lula. El primero amarró todos los resortes del poder para hacer de Venezuela un personal ensayo con pretensiones revolucionarias. El segundo respetó las instituciones y gobernó democráticamente. Chávez recurría al insulto. Lula a la persuasión. El primero ofendía y se limpiaba con las normas. El segundo cuidaba las formas y respetaba las reglas.
El régimen bolivariano era y sigue siendo un nido de corrupción y hace uso del dinero del Estado venezolano como si fuera patrimonio propio. El brasileño está forzado a rendir cuentas y el peso de la autoridad cae hasta en el más cercano de los entornos presidenciales. Ningún poder o autoridad que no sea el propio Chávez podía oponerse a una decisión del gobierno. En cambio, la policía brasileña podía y puede allanar la residencia de un hermano de Lula sin que él pudiera o pueda detener la pesquisa judicial. Chávez era incapaz de dominar sus emociones y actuaba al primer impulso. Lula reflexionaba a la hora de aceptar los desafíos.
La diferencia entre ambos se puso manifiesto en un grave incidente diplomático en junio del 2008 provocado por el impulsivo temperamento del venezolano. Chávez ofendió de palabras al pueblo brasileño, enojado por una exhortación del Congreso de ese país exhortándolo a reconsiderar su decisión de agredir a la prensa venezolana, con el cierre de una estación independiente de radio y televisión. La elegante respuesta personal de Lula fue una bofetada: “Yo me ocupo de Brasil, a Chávez que se ocupe de Venezuela”. Compararlos es una idiotez y una ofensa al buen sentido. Lula es un líder moderno que le abrió el mundo a su país. Chávez un dinosaurio que le cerró las puertas al suyo. La comunidad internacional admira a uno y aun se asombra del otro.
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