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Clase política, activismo ciudadano y agenda pública

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Desde hace unas décadas contamos en el país con un activismo social militante de las organizaciones de la sociedad civil, lo que en otros contextos es denominado militancia ciudadana. No es un fenómeno dominicano, sino una característica extendida en todos los regímenes democráticos.

Mientras para algunos la proliferación de activismo desde la sociedad civil es considerada una evidencia de las fallas de la democracia, para otros es más una tendencia a su mejora. La representación política insuficiente es complementada por actores que a nombre de diversas causas sociales o ciudadanas intervienen en la estructuración de la agenda pública. Su labor generalmente procura exponer, exigir o defender lo que se entiende son derechos difusos, intereses generales que no son adecuadamente representados por los actores políticos electos o designados por autoridades actuales.

Es natural que entre este tipo de activismo y los representantes electos, surgidos de los partidos políticos o de las decisiones de autoridades, germinen tensiones y se produzca cierto nivel de conflicto. Esto puede proceder de dos factores. Por un lado está la objeción que suele hacerse –muchas veces con razón—desde  las organizaciones de la sociedad civil hacia la capacidad e intención de los actores políticos en lo que toca a tomar en cuenta en sus acciones, la diversidad de intereses y derechos ciudadanos. Por el otro, los actores políticos, también con alguna razón, cuestionan el hecho de que en general los grupos de la sociedad civil y sus representantes, no proceden de un proceso representativo de selección ni de la necesidad de legitimarse mediante escrutinio.

Estos alegatos han sido analizados y sometidos a revisión en importantes reflexiones académicas y de análisis político, pero mantener cualquiera de las dos posturas no conduce ni a soluciones ni a la construcción de la gobernabilidad. Si cualquiera de las partes insiste en reducir los méritos de la otra por los defectos de su origen, se llega a una situación de confrontación que no produce resultados. Antes que eso, convendría aceptar que unos y otros proceden de tendencias que operan en el proceso democrático y que de lo que se trata es de construir modos de entendimiento que generen capacidad social de decisión y solución de problemas.

En un contexto en el que la determinación de la agenda pública se ha convertido en un proceso mediático y la política es sobre todo comunicación, la aparición de grupos y actores que intentan incidir en la confección de esa agenda no debe ser vista como una distorsión, sino como expresión de la complejidad del sistema social de toma de decisiones. De la misma manera, a pesar de sus imperfecciones, la representación política surgida de la consulta electoral, todavía es la más eficaz y eficiente forma de creación de voluntad colectiva. De lo que se trata es de entender que el proceso de decisión social requiere de múltiples formas y vías de agregación de intereses. La expresión político partidaria y la de intereses sociales organizados en grupos de presión hacia lo público son, ambas, legítimas y necesarias. Si dejamos atrás ese aspecto deberíamos centrarnos en la agenda.

Cuando un partido o fuerza política recibe el mandato electoral mayoritario para gobernar, es legítimo presumir que su programa o agenda queda validado por la mayoría electoral y que entonces lo que corresponde es ponerlo en ejecución. Sin embargo no es así, porque no se gobierna para quienes votaron a favor, sino que se gobierna para todos, incluidos aquellos que no votaron o que votaron en contra. Por esta razón, es imprescindible la construcción de consenso social y político tomando en cuenta las distintas minorías o grupos de interés.

Pero los activistas ciudadanos deberían entender que sus apelaciones, por legítimas que sean, representan, una opinión particular de un segmento o sector de la población y que es tarea de los actores políticos, de las autoridades designadas y electas, tomar en cuenta unos y otros intereses y armonizar, encontrar un punto de equilibrio, para que la gestión de lo público no quede entrampada en un juego de capacidades de presión y opinión pública, que al final se distribuye inequitativamente entre los diversos intereses que constituyen la sociedad.

Afinar todo el conjunto de interacciones y relaciones sociales, económicas y políticas que se encuentra implícito en la dinámica de una sociedad democrática es un proceso complicado. Y mucho más cuando se actúa en un contexto marcado por profundas situaciones de inequidad y disparidades de acceso al poder económico, social y político, que además de colocar a las personas en diferentes capacidades de poder e influencia, agudiza los conflictos y hace más difícil la generación de consensos.

La continua interacción entre los actores de la sociedad civil y los actores políticos constituye una parte fundamental del proceso de deliberación, que tendencialmente puede aportar mucho a la mejora de la capacidad social de auto gobernarnos. Trabajar juntos la agenda pública puede implicar riesgos, pero genera ilimitadas oportunidades de crecimiento político y social.

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