Sin lugar a dudas, los partidos – y los demás instrumentos de participación política – son la bujía y corazón de la democracia y del Estado Constitucional y Social de Derecho, y prueba de ello es el fenómeno de constitucionalización de estos que se ha dado en occidente a partir de la segunda mitad del siglo XX.
En este orden, un sistema electoral y de partidos – agrupaciones, movimientos y coaliciones – fuerte, arraigado, participativo y plural es la única garantía para la representación y participación del pueblo en la toma de decisiones del Estado, razón por la que “…se ha podido afirmar por algunos Tribunales extranjeros que “hoy día todo Estado democrático es un Estado de partidos” (STC 3/1981, Tribunal Constitucional Español).
Pese a la trascendencia material de los partidos y su proyección sobre la calidad de la democracia, nuestra ley fundamental – y generalmente ningún texto constitucional – regula un modelo pleno y acabado de estos dos conceptos, sino que da las garantías y piezas fundamentales que crean las reglas imprescindibles para el funcionamiento de los mismos, y provee las estructuras claves de la ordenación constitucionalmente adecuada aplicable.
Como bien ha explicado nuestro Tribunal Constitucional refiriéndose puntualmente a los partidos políticos, “La Constitución proclama que la organización de partidos políticos es libre y remite a la ley para todo lo relativo a su conformación y funcionamiento.” (Sentencia TC/0031/13), y que “…la intervención del Estado a los fines de regular esta libertad de organización de los partidos políticos, aun fuere por medio de la ley, debe en todo caso fundarse sobre principios constitucionales esbozados en nuestra Carta Magna.” (Sentencia TC/0214/19)
Para nuestro máximo interprete constitucional, “los partidos políticos son instituciones públicas” (Sentencia TC/0192/15), “de naturaleza no estatal con base asociativa” (Sentencia TC/0531/15), y asimismo, “Constituyen […] un espacio de participación de los ciudadanos en los procesos democráticos donde los integrantes manifiestan su voluntad en la construcción de propósitos comunes, convirtiéndose de esta manera en el mecanismo institucional para acceder mediante la propuesta de candidaturas a los cargos de elección popular y desde allí servir al interés nacional, el bienestar colectivo y el desarrollo de la sociedad.”, y en este orden “en cuanto contribuyen a la formación y manifestación de la voluntad ciudadana, reciben financiamiento público y la Constitución les exige respeto a la democracia interna y a la transparencia”. (Sentencias TC/0006/14 y TC/0214/19)
Como puede observarse en la vasta doctrina jurisprudencial de nuestro Tribunal Constitucional (en lo adelante “TCRD”) es al legislador, en primera instancia, al que compete la regulación, preservación y promoción de nuestra “democracia de partidos”, encomienda sustantiva que se completa con el rol reglamentario y fiscalizador de la Junta Central Electoral (en lo adelante “JCE”) en los términos en que dispone la Carta Magna (arts. 212 y siguientes) así como con los responsabilidades que consignan las leyes núm. 33-18 sobre Partidos, Agrupaciones y Movimientos Políticos, y 15-19, Orgánica de Régimen Electoral.
Justamente la interpretación y ejercicio de una de estas facultades legalmente delegadas a la JCE viene siendo objeto de distintos análisis públicos (e incluso impugnación en sede administrativa), y es el referente a la ubicación y categorización de los partidos con miras a las elecciones del 2024 y la consecuente reglamentación relativa a la financiación de los mismos, tema que probablemente culmine – y justamente para eso fue instaurado por el constituyente – con una ulterior interpretación por parte del TCRD.
Motivos institucionales nos impiden valorar de forma concluyente la conformidad con nuestro ordenamiento del reglamento y resolución dictada por la JCE, pero esto no imposibilita explicar y exponer su contenido, así como la controversia que respecto a la misma se viene suscitando.
En tal orden, y haciendo una exegesis sistemática, literal y teleológica del art. 61 de la ley 33-18, la JCE dispuso mediante Resolución núm. 01-2021, y mediante Reglamento núm. 01-2021, que, en atención a la separación de los procesos eleccionarios que fue fijado en la Constitución del 2010, y mantenido en la modificación del 2015, cuando el legislador dispuso como tamiz “los votos válidos emitidos en la última elección” para la categorización y distribución de fondos económicos de la financiación pública, “el criterio para determinar la categorización de los partidos, agrupaciones y movimientos políticos […] debe ser el de la sumatoria de los votos válidos obtenidos de forma individual por cada organización en los 3 niveles que se disputaron en las últimas elecciones, esto es, la elección del 5 de julio de 2020, es decir, presidencial, senatorial y de diputaciones”.
A grandes rasgos, a esta interpretación del enunciado normativo de tomar como criterio para calificación y reparto de fondos entre los partidos el resultado de “la última elección”, se le imputa haberse efectuado en menoscabo al principio – de jerarquía constitucional (art. 74.4) y desarrollo legal (art. 7.5, ley 137-11) – de favorabilidad.
Como se puede observar, la controversia jurídico-constitucional que corresponderá concretizar a la luz y de conformidad con nuestra norma suprema será el alcance y concepto de “última elección”, y finalmente serán nuestros órganos jurisdiccionales, y muy probablemente nuestro TCRD, quien establecerá,