Las estadísticas pueden hablar con acierto y fundamento de una disminución de la criminalidad y la delincuencia en general, pero sucesos cotidianos de asaltos y asesinatos dan la idea de que estamos en presencia de un fenómeno desbordante fuera de control de las autoridades.
Probablemente no es así en rigor y veracidad en cuanto a acontecimientos deplorables, pero la percepción, a veces errónea y sobredimensionada, tiende a imponerse por el dramatismo de los hechos que acontecen y que llevan luto y dolor a la familia dominicana.
Quien ha perdido un pariente, sobre todo en circunstancias trágicas o sangrientas, no puede sentir más que mayor angustia e indignación cuando en medio de su pesar oye a hablar de que los criminales están minimizados o puestos a raya en sus infames operaciones.
Igual sentimiento experimenta una colectividad o sector laboral o profesional cuando uno de sus apreciados miembros muere a manos e uno de estos antisociales que pretenden adueñarse de las calles con sus constantes tropelías.
Este penoso drama acaba de producirse en la familia periodística y de las comunicaciones, estremecida por la muerte a cuchilladas del presentador de televisión Claudio Nasco, de origen cubano pero querido y apreciado como dominicano de toda una vida por su trato afable y sencillo con todos los que le conocían y trataban.
Además de sus dotes profesionales, de su bien timbrada voz, de su dicción impecable y de la naturalidad con que lograba conectarse con el público, Nasco se ganó el cariño de mucha gente en el país porque nunca se envaneció por la proyección y fama que tuvo en la televisión informativa.
Aun después de su retorno a la pantalla chica, luego de un receso de varios años en que incursionó con éxito en las relaciones públicas, mantuvo esa admirable condición auténtica y de humildad que revelaba la esencia de su noble espíritu y de su don de gente que le granjeaba afectos.
De ahí que su repentina desaparición en tan dolorosas circunstancias cuando todavía le favorecería la juventud y tenía un valioso tiempo por delante para nuevas y provechosas experiencias, haya provocado una generalizada consternación entre amigos, colegas, relacionados y el público que le seguía.
A raíz de éste y de otros irreparables episodios, las reacciones a través de medios de comunicación, de la prensa y de las redes sociales tienen elementos con un común denominador de impotencia, frustración y temor de que esta situación de inseguridad se siga profundizando.
Este es el preocupante panorama que enfrentamos a pesar de que es innegable que desde la jefatura de la Policía, del alto mando de las Fuerzas Armadas y de la DNCD se observa, con acciones puntuales, uno de los mayores esfuerzos conjuntos emprendidos en mucho tiempo para prevenir y contrarrestar la incidencia delictiva.
Por tratarse de un problema muy complejo y de muchas aristas, esto no es suficiente. Por ejemplo, la degradación en el seno familiar, un germen que facilita la delincuencia juvenil, además de la actitud blandengue de los tribunales, por miedo o irresponsabilidad, figuran también en entre los factores que determinan este perturbador estado de cosas.
Con frecuencia se da el caso de que jovenzuelos, detenidos al reincidir en su criminal comportamiento, habían logrado salir en libertad, quizás por la aplicación o excusa del prurito de un tecnicismo legal, poco tiempo después de uno de repetidos arrestos, lo que les permitía volver a sus andanzas.
Po tanto, la seguridad ciudadana es una responsabilidad de todos los sectores nacionales y debe ser cumplida con firmeza, con arreglo a los debidos procesos de ley, sin irrespetar los derechos humanos, pero conscientes de que es una tarea ardua que no admite pausa alguna, porque está en juego la seguridad y la paz de todos.
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