El ejercicio prolongado del poder, sobre el que se ha debatido mucho, no sólo engendra y fomenta la corrupción. El peor de sus legados es el anquilosamiento de la sociedad. Cuando Balaguer se postuló en busca de un nuevo mandato en 1990, después de haber regresado tras dos periodos en la oposición, escribí un artículo señalando que la más mala de las opciones electorales era entonces preferible a su reelección.
Como muestra de mis razones, me basaba en un hecho muy personal. Decía entonces que cuando mi hija nació, en 1969, Balaguer estaba en el tercer año de su tercera presidencia y la ejercía aún cuando terminaba su maestría veinticinco años después. No estuvo más tiempo en el poder sólo porque una crisis post electoral condujo a una reforma apresurada de la Constitución para recortarle el mandato e impedirle volver a postularse en el periodo siguiente, lo cual no impidió que fuera otras dos veces candidato, ya totalmente ciego y con fuerzas apenas para valerse por sí mismo.
El artículo mencionado había tenido su origen en una experiencia muy dolorosa durante un encuentro en el Palacio. Atendiendo a un pedido de entrevista para un libro, Balaguer me recibió. Luego de una larga conversación sobre el trema de mi interés, el presidente me solicitó un favor, entregándome un documento de unas diez cuartillas. Se la leí lentamente, como me había pedido, repitiéndole dos párrafos con breves pausas entre uno y otro en respeto a la preocupación reflejada en su adusto rostro. En medio de la conmoción de esa experiencia, sentí una profunda lástima mezclada con un sentimiento de furia interior al ver aquél hombre, tan capaz, obsesionado por un poder sobre el cual ya no poseía control alguno, y por la nación, víctima de esa pasión desenfrenada. La obstinación de Leonel Fernández por un nuevo mandato para el 2020, 24 años después de su primera presidencia, revivió esos recuerdos.