Donald Trump ha hecho mal los cálculos. Muchos de ellos.
Por ejemplo, califica el Tratado de Libre Comercio con Canadá y México como el peor de la historia, pero resulta que fue él quien lo renegoció en su mandato.
Reclutó a Elon Musk como su zar de los recortes en el gobierno y ha tenido que buscarle una salida «digna» próximamente.
Ha iniciado una cacería de inmigrantes sin estrategia y solo para calmar las gradas, lo que provocará un disloque en la cadena de producción en todo el país.
Y, encima, se ha lanzado en una cruzada de subida de aranceles que desencadenará una recesión global y que acabará afectando a su mayor público, la clase media estadounidense.
Lo peor de eso es que se comporta como un mal amigo. En su miopía es incapaz de diferenciar entre el trato con sus aliados de las medidas contra sus enemigos comerciales. Esa decisión inexplicable, lo sumirá en una ruta que, o la corrige, o acabará relegado a la burla nacional e internacional.
Trump ha optado por negociar a su estilo ofensivo, pero está contando con una fuerza que Estados Unidos ya no tiene, y ese puede ser su camino a un soberano fracaso.
En el circo político de Washington, donde los leales suelen aplaudir antes de pensar, el último acto de Trump —su ofensiva arancelaria global— ha logrado lo impensable: agrietar el muro de hierro del Partido Republicano.
Lo que comenzó como un discurso proteccionista para seducir a las bases obreras se ha convertido en un boomerang que amenaza con golpear no solo la economía, sino los cimientos mismos de su coalición de derecha.
No es novedad que los demócratas critiquen a Trump. Lo sorprendente es ver cómo senadores republicanos, desde libertarios como Rand Paul, hasta halcones como Ted Cruz, alzan la voz contra una política que, aseguran, castiga más a los votantes que a los rivales comerciales.
“Los aranceles son impuestos disfrazados”, advirtió Paul en Fox News. Mitch McConnell, arquitecto de la sumisión partidaria a Trump, tildó la medida de “mala política” que perjudica a los trabajadores. Ted Cruz lo resumió así: “Es un impuesto al consumidor”.
La ironía es palpable. El mismo partido que aplaudió los recortes fiscales como un triunfo para el ciudadano común ahora se desgarra las vestiduras ante un impuesto encubierto que, según JP Morgan y Fitch Ratings, encarecerá desde electrodomésticos hasta automóviles.
El nerviosismo republicano no tiene nada que ver con altruismo. Las elecciones de medio término acechan y en estados como Wisconsin —donde los republicanos perdieron esta semana una crucial magistratura—, figuras como Ron Johnson temen que el descontento por los precios altos se traduzca en votos castigo. “Espero que [Trump] esté en lo correcto”, afirmó con un escepticismo sonoro.
El miércoles pasado, cuatro republicanos —incluyendo a las moderadas Susan Collins y Lisa Murkowski— se aliaron con los demócratas para congelar aranceles a Canadá. Un movimiento simbólico, sí, pero que evidencia una verdad incómoda: incluso en el Senado, bastión trumpista, la paciencia se agota con este espinoso tema.
Trump insiste en que los aranceles son “armas estratégicas” para renegociar tratados. Pero la realidad es más prosaica: China responde con sanciones a sectores agrícolas clave, la UE prepara represalias contra el whisky y las motos Harley-Davidson, y Wall Street proyecta una recesión. Mientras tanto, el presidente parece creer que infligir dolor económico a sus votantes los hará arrodillarse, pero la realidad dista de la teoría.
Aquí yace el núcleo del problema: Trump confunde la lealtad partidaria y el voto popular con un cheque en blanco a todo lo que haga. Sus bases, aunque fervientes, no son inmunes al aumento de precios ni a las guerras comerciales sin victoria, lo cual le costará caro.
Y cuando figuras como Cruz o McConnell —aliados incondicionales en la batalla por la Corte Suprema, los impuestos o los migrantes— comienzan a distanciarse, es señal de que el barco hace agua rápidamente.
La presidencia de Trump se ha construido sobre la división, pero esta vez la grieta está en su patio trasero, lo cual debe preocuparle. Los aranceles, más que un instrumento económico, son un espejo de su estilo de gobierno: impulsivo, confrontativo y, sobre todo, solitario.
En noviembre de 2026, los republicanos enfrentarán no solo a los demócratas, sino al fantasma de las promesas rotas. Si el partido no logra contener esta rebelión interna, Trump podría descubrir que, en política, incluso los muros más altos se derrumban cuando los cimientos están podridos y cuando la fuerza quiere imponerse a la razón. Y esta vez, el responsable de la podredumbre no será China ni la UE, sino su propia arrogancia.
Recibe las últimas noticias en tu casilla de email