Se cuenta la cruel anécdota de un policía que le decía a los detenidos que con qué palo preferían que los golpeara, que sin con “éste” (un palo bien grande que le mostraba a los presos) o con “ninguno”. Obviamente todos los presos escogían a “ninguno”. Y era en ese momento donde él les enseñaba a “ninguno”: un garrote todavía más grande que el primero que les mostró.
Cuento esto a propósito de la coyuntura en que se encuentran los trabajadores frente a algunas propuestas que, más que de “reforma integral” del sistema de seguridad social, resultan ser de total destrucción del sistema instaurado en 2001, y que, pese a todos sus defectos, ha implicado una verdadera revolución que beneficia a millones de dominicanos y que se refleja en más de RD$600 mil millones en ahorros invertidos de los trabajadores. Y es que, hoy en día, los dominicanos debemos escoger entre el perverso retiro anticipado del 30% de las pensiones acumuladas (“éste”), el retorno al fracasado sistema de reparto (“ninguno”) o, quizás, lo que es peor, ambas penas a la vez.
Sabemos cuáles son las implicaciones del infame 30%: como la mayoría de los fondos de pensiones están invertidos en títulos de Hacienda o del Banco Central, honrarlo implicaría liquidar esas inversiones, lanzando casi RD$200,000 millones de pesos a la calle, sobrecalentando la economía, generando inflación y destruyendo uno de los mayores activos de la República Dominicana: la estabilidad macroeconómica celosamente vigilada por las autoridades monetarias.
Pero el verdadero garrotazo es el retorno al sistema de reparto. Y es que, en el fondo, el reparto es una oficializada pirámide financiera ya que llega un momento en el que no hay suficiente dinero para pagar las pensiones de la generación anterior, lo que se agrava por el rápido envejecimiento de la población y la estrechez de la base de la pirámide causada por la alta informalidad laboral, que causa que un importante porcentaje de la población no cotice para la seguridad social.
La expropiación de los fondos de pensiones causada por el retorno al reparto hace que los trabajadores pierdan sus ahorros a cambio de una simple promesa de futuro pago de pensión, inferior muchas veces a la que se proyectaba en el sistema de capitalización individual. Peor aún: se financian a personas que accedieron a pensiones sin haber cumplido con los aportes requeridos, hipotecando la situación financiera futura del sistema. Además, la estatización deteriora la transparencia en la gestión de los fondos, politiza las decisiones de inversión, incentiva préstamos subsidiados y dudosamente cobrables, desvaloriza los fondos y disminuye los retornos de las inversiones. Por otro lado, se les impide a los afiliados elegir quién les administra sus ahorros. El gobierno decide todo: el destino de los fondos colectivos acumulados, los beneficios a entregar y la forma en que se distribuirán.
Para cubrir sus déficits, los sistemas de reparto requieren de transferencias del presupuesto público, y por lo tanto más impuestos, aparte de la desviación de recursos que podrían ser utilizados para atender las necesidades de los más pobres y vulnerables. Se otorgan beneficios por encima de lo que es actuarialmente razonable y financieramente sostenible a largo plazo, con lo que se perjudican a los hijos, nietos y bisnietos en beneficio de los abuelos. El Estado deja de ser árbitro, asumiendo los roles tanto de administrador como de regulador, lo impide la labor de supervisión que se debe ejercer sobre la entidad pública administradora de los fondos. El monopolio estatal implica, además, que los trabajadores y pensionados pierden su libertad de elección y que el Estado no tenga incentivos para mejorar la calidad de sus servicios y disminuir los costos de administración. Se produce la politización de la gestión de las inversiones, destinándose recursos a inversiones totalmente perjudiciales para una adecuada rentabilidad y la debida seguridad de los fondos de pensiones. En todo caso, los retornos de largo plazo obtenidos por las inversiones realizadas por el Estado son menores en relación con los logrados por las administradores privadas de fondos de pensiones. Todo lo anterior conduce a que los sistemas de reparto sufran severas crisis financieras y de solvencia, que se enfrentan transfiriendo los costos a los afiliados mediante aumentos en las tasas de cotización y con cambios en las reglas de acceso a beneficios y más impuestos. ¿Es esa la “reforma” que queremos? ¿Por qué no mejorar lo que tenemos? ¿Permitirá la super mayoría congresual del PRM y aliados esta contrarreforma?