Después de más de medio siglo, el régimen cubano ha admitido que estuvo y sigue equivocado. La dinastía Castro le ha dicho al pueblo que “igualitarismo” y “paternalismo”, conceptos sobre los cuales se cimentó la revolución, son inconvenientes al comunismo y que se les pagará a los trabajadores por lo que producen. En el más fiel estilo del capitalismo de los terribles años veinte, que la iglesia y el mismo régimen han calificado de “salvaje”, el ministerio del Trabajo de Cuba, le ha hecho saber en el 2012 a los trabajadores que “si es dañino darle menos de lo que les toca, es dañino también darle lo que no les toca”. Una sentencia irrefutable en el más elemental razonamiento económico, que los líderes de la revolución tardaron cincuenta años en reconocer.
El anuncio fue recibido en la comunidad internacional como una débil señal de cambio de rumbo, señal inequívoca de la tragedia que ha vivido ese país. Cambio que apenas les ha concedido a los cubanos el derecho tan esperado a un celular y a poseer una computadora, con la salvedad, por supuesto, de que el gobierno se reserva la potestad de conceder el acceso a la Internet. Cambio que no ha cambiado nada.
En sus mismos inicios, la revolución degeneró en una tiranía y un poema, una novela o un artículo crítico, resultan todavía amenazas a la seguridad del Estado. En el sentido estricto de la palabra, lo que allí reina es una monarquía hereditaria, en la que tras 57 años de ejercicio absoluto del poder, el monarca debilitado por la edad y los quebrantos de salud le cedió el mando a un hermano, el heredero, segundo en la jerarquía, de casi su misma edad, sin necesidad ni molestarse de consultar a nadie, ni siquiera al aparato partidario. Es justo reconocer que la ilusión que esa revolución provocó en sus inicios continúa fascinando a aquellos que se resisten a aceptar lo que ella realmente representa. Aceptarlo sería para esa gente demasiado doloroso.