Luego de una larga inacción, el anuncio de que el Gobierno sacará de nómina a los funcionarios que antes del 30 de noviembre no hayan presentado sus declaraciones juradas de bienes ha despertado expectativas en cuanto a la voluntad de exigir a los servidores públicos que actúen con la debida transparencia.
Sin embargo, aunque es preferible más tarde que nunca, surgen de inmediato interrogantes, algunos de ellos planteados con anterioridad y sin recibir respuesta. Por ejemplo, qué propósito real, más allá de la simple burocracia, representa la presentación pura y simple de estas declaraciones.
¿Quién se ocupa desde el Estado de investigar, verificar y comprobar la veracidad de las informaciones colocadas por cada funcionario, para establecer si se corresponde con la realidad económica de cada uno de ellos o si ha sido susceptible de acomodamientos para encubrir hechos, propiedades y recursos cuya posesión legítima quizás no podrían demostrar?
¿Basta con hacer una declaración, depositarla y ya el funcionario está en orden y libre de toda sospecha o cuestionamiento?
Si no se cumplen estos elementales propósitos y estamos ante un protocolo infuncional, poco avanzaremos en un real adecentamiento en la esfera pública, aunque algunos funcionarios sean declarados renunciantes y fuera de nómina, pero con sus bolsillos llenos de dinero.