El 27 de noviembre del 2018, la Primera Sala de la Cámara Civil y Comercial de la Corte de Apelación del Distrito Nacional confirmó una sentencia que había rechazado una demanda en daños y perjuicios interpuesta por la revocación de un mandato ad litem y el apoderamiento de otro mandatario sin que antes al abogado desapoderado se les liquidaran los honorarios causados por los servicios que prestó en la conducción de cierto proceso judicial.
El indicado tribunal de alzada, para sustentar su decisión, alegó lo siguiente: “Considerando, que en este caso no se ha demostrado que la revocación del mandato ad litem haya sido de mala fe, pues esta no se presume… No hay constancia de que el procedimiento lo haya seguido otro abogado”. La comentada sentencia de la que fue ponente el magistrado Edynson Alarcón reza en otra parte que “… es cierto que antes de contratar otro abogado deben pagarse los honorarios del primero, so pena del abogado segundo (sic) apoderado incurra en una falta ética y que el mandante incurre (sic) en responsabilidad… no hay constancia de que el recurrente haya facturado o aprobado judicialmente sus honorarios”.
El 29 de septiembre pasado, la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia casó unánimemente dicha sentencia, no sin antes comprobar que la Primera Sala de la Cámara Civil y Comercial de la Corte de Apelación del Distrito Nacional hizo constar como ciertos hechos falsos. Veamos: “Del examen de la decisión impugnada y de los documentos aportados en el expediente con ocasión del recurso de casación, se advierte que la parte recurrente sí depositó ante la jurisdicción a quo el acto por medio del cual fue desapoderado…”.
Al tiempo de descartar la especiosa teoría de la mala fe, acaso como si fuese requisito de la responsabilidad civil contractual, nuestro más alto tribunal judicial consignó esto otro: “… se advierte incontestablemente que el recurrente estableció la prueba de que fue desapoderado como abogado constituido y que no recibió los honorarios profesionales que de conformidad con la ley le correspondía. Además, es igualmente incontestable que el ahora recurrente fue desapoderado, lo que por mandato expreso de la ley requiere que previamente a dicha actuación sea imperativo que satisfacer por lo menos en principio tales emolumentos”.
La Primera Sala de la Cámara Civil y Comercial de la Corte de Apelación del Distrito Nacional no valoró documentos decisivos para la suerte de la contestación judicial que instruyó, al extremo de que para justificar su malhadada decisión se asentó en ella un hecho falso, esto es, que el mandatario revocado no depositó los documentos referidos. De no haber dado ese patinazo, la indicada alzada hubiese llegado indefectiblemente a una solución distinta a la adoptada, lo que obliga a formular ciertas interrogantes: ¿qué consecuencias arrastra lo comprobado en casación para los jueces responsables del fallo anulado? ¿No prevé el ordenamiento jurídico sanciones penales por haber acreditado hechos falsos?
Antes de responder, me veo precisado a aclarar que el deber de motivación judicial no excluye la posibilidad de errar. Lo que se exige es que la decisión intervenida esté fundada en derecho, o mejor, que resuelva secundum legem el conflicto. Joan Picó, doctrinario español, explica que “El derecho a la tutela judicial efectiva no ampara el acierto de las resoluciones, de modo que la selección o interpretación de la norma aplicable corresponde en exclusiva a los órganos judiciales, salvo que la resolución sea manifiestamente infundada o arbitraria, en cuyo caso no podría considerarse expresión del ejercicio de la justicia, sino simple apariencia de la misma”.
Los distintos tipos de falsedad que nuestro Código Penal contempla no se corresponden con lo ocurrido. En efecto, el art. 145 exige que el empleado o funcionario público contrahaga o finja “letra, firma o rúbrica, alterando la naturaleza de los actos, escrituras o firmas, suponiendo en un acto la intervención o presencia de personas que no han tenido parte en él, intercalando escrituras en los registros u otros actos públicos después de su confección o clausura”.
El art. 146 abre una brecha, pero de forma tan abierta e indeterminada que no superaría el principio de taxatividad objetiva, pues exige para su configuración la desnaturalización “dolosa y fraudulentamente de la sustancia de los actos o sus circunstancias; redactando convenciones distintas de aquellas que las partes hubieren dictado o formulado; haciendo constar en los actos, como verdaderos, hechos falsos; o como reconocidos y aprobados por las partes, aquellos que no lo habían sido realmente; alterando las fechas verdaderas, dando copia en forma fehaciente de un documento supuesto, o manifestando en ella cosa contraria o diferente de lo que contenga el verdadero original”.
Como se aprecia, las falsedades previstas en la norma transcrita son materiales, consistentes en la estipulación o inserción de contenido en documentos ya redactados, y como el principio de legalidad penal solo se satisface en presencia de términos estrictos y unívocos que prevean de forma expresa, precisa y taxativa la conducta reprochada, cualquier imputación con motivo de la infortunada sentencia en comento quedaría irremisiblemente atrapada en las mallas del art. 281.6 del Código Procesal Penal.
La Corte IDH ha señalado en reiterada jurisprudencia que “en la elaboración de los tipos penales se debe tener presente el principio de legalidad penal, es decir, una clara definición de la conducta incriminada, que fije sus elementos y permita deslindarla de comportamientos no punibles o conductas ilícitas sancionables con medidas no penales. La ambigüedad en la formulación de los tipos penales genera dudas y abre campo al arbitrio de la autoridad, particularmente indeseable cuando se trata de establecer la responsabilidad penal de los individuos y sancionarla con penas que afectan severamente bienes fundamentales como la vida o la libertad”.
En apariencia, la cuestionada sentencia del tribunal de segundo grado fue motivada y atendió congruentemente el núcleo de las pretensiones de las partes instanciadas. Sin embargo, al desnaturalizar los hechos y carecer de rigor analítico en el tratamiento de los elementos de prueba incorporados, quebró el derecho de los justiciables a que sus intereses encontrados fuesen razonablemente dirimidos, dando lugar a una indebida denegación de la tutela judicial que los arts. 68 y 69 de nuestra Carta Sustantiva consagran. El fin último de la actividad judicial es alcanzar la justicia por medio del Derecho, omitiendo razones personales que directa o indirectamente lo aparten de la causa o reflejen predisposición o prejuicio. De lo contrario, el terreno que se abona es el de la desconfianza en la función judicial que tanto esfuerzo ha conllevado -y conlleva aún- para vencerla.
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