Acostumbro dejar el celular cuando me siento a almorzar o cenar con hijos y nietos o amigos en mi casa. Y le ruego siempre dejar sus adminículos por el breve rato en que comer juntos alrededor de una mesa es ocasión para conversar, hablarnos y escucharnos unos a otros, mirándonos los ojos y compartiendo de manera mas cálida que un abrupto mensaje de texto o breve llamada telefónica.
Por eso me alegró muchísimo irnos todos excepto mi hijo menor, que hace medicina interna en Estados Unidos, a redescubrir Valle Nuevo, alejados de las señales de Internet. Los niños hicieron nuevos amigos, corretearon entre pinares, montaron caballos, acariciaron ovejas y “adoptaron” a un Caqui manso y juguetón. Se calentaron en hoguera de leña, oyeron grillos distintos a los citadinos, vieron cotorras y caos y estuvieron azorados por las neblinas del amanecer. Mi hijo mayor, amante del senderismo y el camping, los llevó por unas trillos mágicos de los que volvieron encantados.
Apenas regreso a la ciudad y ya me llaman del periódico, que si no pienso escribir mi columna. Pues bien, hecha está.