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Dos langostas en el fondo del mar

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El mar Caribe, en Pedernales, hervía de rabia. De su patio no paraba de lanzar piedras y bocanadas de espumas blancas y caracolas; nunca las inmundicias que evacua su par de la capital, que protesta día y noche porque lo tiene como letrina el Ozama, un gran río ahogado en residuos empresariales venenosos y aguas sanitarias de las favelas que pueblan sus riberas.

Tan bravo estaba que dos langostas se vieron obligadas a apretarse bien los cinturones a sus eternos compañeros, los arrecifes, para evitar un accidente grave. Langosta de Pedernales había viajado a pasito lento, orientada por sus antenas largas, hasta una línea imaginaria distante cinco kilómetros hacia el oeste, que los humanos han llamado frontera, con el objetivo de dialogar con su amiga, Langosta de Haití…

Y allí, aferrada y tranquila hasta capear el temporal, con los ojos desorbitados y llorosos, Langosta de Pedernales saludó a su par de Anse –a–  Pitre:

–Buen día, amiga; o mejor dicho: mal día, querida; esta tempestad me ha aturdido mucho; a chepita estoy viva.

Langosta de Haití le replicó asustada: –A mi, igual, vecina. He perdido una pierna y pocas fuerzas me quedan; espero que ceda la tempestad.

Lucen rollizas. No han viajado a Venezuela, ni a Cuba, ni a Colombia, ni a Panamá, ni a Bahamas, ni a Perú, ni a Estados Unidos… Pero allá tienen a sus familiares y mejores amigos, que vienen a visitarles. No han necesitado emigrar porque su hábitat aún les provee nutrientes con menos riesgo de contaminación que las de otras latitudes, porque las cloacas, como se conocen en las grandes ciudades, no existen en la zona y el río Pedernales se pierde en el camino; aunque no desconocen que la infiltración de los suelos les daña. Saben que dan prestigio, que son apetecidas por gente de la clase acomodada que quiere enrostrar su glamour para reforzar el ego. Por eso se mantienen a la defensiva frente a los pescadores lánguidos que cada madrugada salen afanosos por ellas en sus yolas frágiles para luego venderlas a precio de vaca muerta y con los pesos ganados comprar el arroz, las habichuelas y los espaguetis del día.

–¿Ha leído la prensa o ha visto la tele o ha oído la radio, mi estimada?–, ironizó sonriente Langosta de Pedernales.

–¡Noooo! Dígame usted–, repuso sorprendido el crustáceo haitiano.

La dominicana explicó sin disimular su impotencia: –A nosotras, las de Pedernales, nos culpan de pegarle el cólera a unos venezolanos y dominicanos ricos que en una vivienda de un  complejo turístico al este de la capital dominicana celebraban con las mejores exquisiteces una boda.

¡Válgame, Dios, cuánta ignominia! –reaccionó su amiga. Y cuando se disponía a seguir hablando, la dominicana le interrumpió: –Se han olvidado que el primer caso de cólera en República Dominicana fue detectado en el este, muy cerca de la zona turística, donde contratan a miles de haitiano para trabajo de albañilería; no en la provincia Pedernales que baña nuestro mar.

Langosta de Haití masculló: –Al dedo malo todo se le pega; nos acusan porque no podemos defendernos; además, nuestra compañera ya está muerta y comida, y es más fácil volver a matarla con descrédito que reconocer las fallas de origen.

Y Langosta de Pedernales, con dejo de tristeza, le complementó la idea a su vecina: –Parece que surgió la necesidad de alejar las causas de la contaminación de la zona del dinero, pero con ello le han echado encima más pobreza e indigencia al pueblo llamado a preservar nuestro mar. ¿Cómo borrar ahora la mala fama que nos han pegado?

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