Entre los humanos, el éxito suele medirse por el tamaño de una cuenta bancaria.
Por eso, la noticia de que el Papa Francisco dejó al morir un patrimonio personal de 100 dólares parece desconcertante.
Pero esa cifra, más que un dato, es un símbolo.
Francisco, fiel a sus votos jesuitas, rechazó durante todo su pontificado el salario que le correspondía como sumo pontífice.
Vivió en la modesta casa Santa Marta y no acumuló propiedades, ni cuentas, ni inversiones.
Lo esencial, decía él, no se compra y lo vivió con radical coherencia.
En tiempos donde la ostentación se disfraza de liderazgo y el lujo se equipara con prestigio, su vida fue un contrapunto.
Nos recuerda que la verdadera autoridad no viene del poder, sino de la autenticidad y que la grandeza se ejerce sin expediencias, desde la humildad y desde el servicio.
Parafaseando al poeta de Úbeda, Joaquín Sabina, hay gente tan pobre que no tiene más que dinero.
Francisco eligió ser rico en compasión, en sencillez, en coherencia.
Murió sin bienes, pero con un legado que desafía los criterios del mundo moderno.
Su ejemplo no es solo religioso, es profundamente humano.
En una época de líderes inflados y discursos vacíos, su vida se levanta como un espejo incómodo.
No es que no tuvo nada, es que no necesitó más que su fe, su palabra y su convicción.
Y eso quizás es la mayor fortuna que puede dejar un ser humano.