Santo Domingo.- Cuando el poder se concentra sin límites, siempre termina mal: lo demuestra la historia y también el mundo de los negocios.
Hitler acumuló todo el poder en Alemania y desató la peor guerra del siglo XX. Englund, firma energética, confió en unos pocos ejecutivos sin controles y terminó en uno de los fraudes más escandalosos del sector privado.
El poder sin frenos suele convertirse en un boomerang, mientras más se acumula, más violenta puede ser la caída. Lo mismo ocurre en nuestras democracias, en las empresas, en las relaciones sociales. El exceso de poder anestesia la escucha, elimina el disenso y rompe el equilibrio. A la larga, crea entornos frágiles donde un error, una denuncia o una rebelión pueden derribarlo del todo.
Por el contrario, el poder distribuido, ese que se reparte entre instituciones, ciudadanos y accionistas, es más resiliente. Cuando falla una parte, otra compensa. Cuando hay conflicto, hay mecanismos para resolverlo, hay salidas.
El escándalo «Watergate» no destruyó Estados Unidos porque la prensa, el congreso y la justicia actuaron con independencia. Y cuando Standard Oil, de Rockefeller, controló casi todo el mercado petrolero, el poder judicial intervino, la dividió y protegió de la libre competencia.
Alguien pudo imaginar que Roma caería. Un poder tan vasto, tan glorioso, terminó desmoronándose porque creció sobre pies de barro, corrupción, exceso, abuso, desigualdad. La concentración absoluta es enemiga del bienestar duradero.
El poder necesita límites, equilibrio, voces diversas y rendición de cuentas, de esa manera puede convertirse en fuerza creadora y no en fuerza destructiva.
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