La credibilidad y la confianza son dos activos que cobran cada vez más valor en la entrega de información y en el ejercicio de la opinión pública.
El alcance y los likes pueden constituir espejismos que nada transforman si los emisores de los mensajes no son creíbles.
Los influenciadores son auténticos cuando motivan decisiones, cambio de conducta o ayudan a crear percepciones que guían correctamente a la opinión pública.
Por eso es necesario separar el trigo de la paja.
Hacer ruidos no es lo mismo que influir y ser notorio no equivale a liderazgo.
Los payasos también ganan visibilidad y posicionamiento, pero siguen siendo lo que son: payasos.
En ese contexto, la opinión pública basada en la comedia de poca monta, el chisme, la diatriba, el drama y la fake news es buena para entretener.
Pero de ahí a que funcione como resorte de transformación, de ideas creativas o de vía para llegar a soluciones, hay mucha distancia.
La opinión pública tiene que educarse para saber quienes hablan para los robots y los algoritmos y quienes lo hacen para la inteligencia humana.
Hay mucha confusión sobre esto y hasta gente muy racional se deja nublar por los destellos de los seguidores y los likes.
Es decir, ponen a un lado la razón y el pensamiento crítico y se dejan seducir por las reacciones de un rebaño que nada construye.
Los influenciadores sin credibilidad, sean medios o personas, nos pueden dar risa, distraernos, pero no son referentes de desarrollo.
Y ahí no nos podemos perder. Yo, particularmente, les veo, les escucho, pero no les creo.