El Gobierno ha visto la pertinencia de no hacer reforma tributaria.
Se trató de una decisión netamente política.
Todos sabemos de la urgente necesidad de financiar el déficit y de bajar la carga de la deuda.
Hacienda hizo su tarea. Se vio la cara con sectores económicos claves para la recaudación y, de hecho, tenía un muñeco prácticamente armado.
En algún momento tendremos que sentarnos a discutir un cambio en el sistema tributario.
Ojalá que el retraso no sea tan prolongado que, al aplicar la medicina, el dolor sea insoportable.
Entiendo que, si bien se aplazó la reforma por considerarla inoportuna, hace rato que debimos haber instalado un diálogo en el Consejo Económico y Social para ir definiéndola de cara al futuro.
Siempre se ha dicho que el mejor momento para pasar reformas en un país reeleccionista, o en cualquier otro, es al inicio de la gestión.
Llevarlas a cabo por la mitad o al término de un período, es un suicidio político.
Desde esa óptica, tengo mis dudas de que podamos impulsar una reforma de ese tipo para los próximos años.
Ahora bien, no entiendo cómo el gobierno desaprovecha algunas soluciones fiscales que pueden ayudar bastante a las finanzas públicas.
Me refiero específicamente a la extensión de las operaciones de Barrick Pueblo Viejo y a la apertura del proyecto Romero en San Juan.
Los aportes anuales de esas dos iniciativas exportadoras equivaldrían a una reforma tributaria, pero observo que la voluntad política escasea para impulsar esto.