El artículo 37 de la Constitución dominicana, el primero que aparece en el capítulo dedicado a los derechos fundamentales, consagra el derecho a la vida en los siguientes términos: “El derecho a la vida es inviolable desde la concepción hasta la muerte. No podrá establecerse, pronunciarse ni aplicarse, en ningún caso, la pena de muerte”. De este artículo, la primera oración es la relevante en la discusión sobre el aborto que se ha producido a raíz de la reciente aprobación del nuevo Código Penal por parte de la Cámara de Diputados, el cual está siendo ahora discutido por el Senado de la República. A finales de 2014 el presidente Danilo Medina observó una versión del Código Penal que no incluía excepciones a la penalización del aborto cuando la vida de la madre corriera peligro, cuando el embarazo fuera el resultado de una violación o incesto, o cuando se determinara científicamente que el feto contiene deformaciones incompatibles con la vida humana.
La pregunta clave es si a la luz de lo que establece el artículo 37 es posible permitir o despenalizar el aborto cuando se den las circunstancias antes descritas. No hay dudas de que la fórmula contenida en este artículo está decididamente a favor de la protección de la vida, lo que haría claramente inconstitucional, por ejemplo, cualquier legislación, regulación o política pública que permita el aborto “por demanda”, es decir, como opción plenamente libre de la mujer o como simple método de control de la natalidad. Bajo la Constitución actual, una medida de este tipo no pasaría el control constitucional, pues el constituyente optó por una protección lo más amplia posible de la vida.
Ahora bien, la caracterización de determinadas excepciones por parte del legislador para permitir el aborto en situaciones extremas que afectan seriamente la dignidad, la integridad y la propia vida de la madre sitúa la discusión en un plano distinto. El artículo 38 de la Constitución dispone, por ejemplo, que “(L) a dignidad del ser humano es sagrada, innata e inviolable; su respeto y protección constituyen una responsabilidad esencial de los poderes públicos”. A su vez, el artículo 42 consagra el derecho a la integridad personal en los siguientes términos: “Toda
persona tiene derecho a que se respete su integridad física, psíquica, moral y a vivir sin violencia. Tendrá la protección del Estado en casos de amenazas, riesgo o violación de las mismas”.
Al momento de determinar la constitucionalidad de una norma jurídica, el juez constitucional tiene que poner en práctica el principio de ponderación que le ayuda a buscar una solución de equilibrio cuando hay múltiples derechos, intereses y bienes jurídicos en juego. Desde esta perspectiva, las excepciones antes descritas pasarían con seguridad el control constitucional, a menos que el juez constitucional tenga una posición ideológica definida en contra del aborto en cualquier circunstancia y desee imponer dicha posición al margen del papel que está llamado a jugar. Y esto así porque de lo que se trata no es de establecer una legislación completamente abierta a favor de la terminación del embarazo en cualquier circunstancia, sino de caracterizar ciertas situaciones en las que, de no permitirse la interrupción del embarazo, la madre estaría siendo sometida a una vejación física y moral de la mayor envergadura y crueldad.
Los diputados han decidido con una abrumadora mayoría sacar del texto del nuevo Código Penal la disposición que establecía que una legislación especial definiría las condiciones para terminar el embarazo en casos de violación, incesto o deformación fetal incompatible con la vida. Es su potestad hacerlo, pero sería interesante preguntarle a cada uno de ellos, de manera anónima para que no adopten posiciones políticamente convenientes, qué harían si, por ejemplo, una hija de diecisiete años sale embarazada como resultado de una violación en la que participan varios hombres con un uso brutal de la fuerza. ¿De verdad dirían que aún en una circunstancia extrema como esta harían que su hija llevara a término su embarazo? Si la respuesta es positiva estaríamos sin duda ante un razonamiento que escapa toda lógica y toda humanidad.
Hay quienes argumentan que permitir estas excepciones abriría las puertas para que se practique el aborto sin restricciones, pues las mismas se utilizarían como excusa cada vez que se quiera interrumpir el embarazo. La respuesta a esta preocupación es que tanto el Colegio Médico Dominicano como el Ministerio de Salud Pública tendrían que establecer protocolos muy estrictos para el manejo de
esas situaciones excepcionales. Ahora bien, si no se confían en los protocolos de las instituciones que le corresponde regular la práctica médica, entonces la discusión tendrían que moverse hacia la cuestión de la efectividad de las regulaciones y las auto-regulaciones en el ejercicio de la medicina en nuestro país.
En lo que concierne a la Iglesia católica y demás instituciones religiosas que se oponen al aborto en cualquier circunstancia, nadie puede pedirle a ellas que cambien de opinión o que dejen de orientar a sus feligreses sobre la doctrina que ellas defienden sobre esta materia. Asimismo, tampoco estas iglesias pueden pedirle a la sociedad y a sus representantes políticos que no ponderen la multiplicidad de elementos que entran en juego en una problemática como esta y que, en su lugar, adopten plenamente la doctrina que ellas auspician. No se trata, por supuesto, de desconocer el papel que las diferentes denominaciones religiosas, especialmente la Iglesia católica, han jugado en la configuración de nuestra identidad y de nuestros valores como pueblo, sino de que las mismas acepten que hay factores distintos a los estrictamente religiosos que los representantes del pueblo deben tomar en cuenta al momento de legislar sobre un asunto como este .
El desafío en una problemática tan delicada y controversial como esta consiste reside en respetar, por un lado, el importante papel que están llamadas a jugar las diferentes iglesias y religiones en la orientación de sus fieles y la sociedad en general, mientras que, por el otro, se le permite a los representantes del pueblo dar respuestas eficaces a problemas concretos, siempre que sus normas y políticas estén conformes a la Constitución, instrumento que nos vincula a todos en una república democrática, independientemente de las doctrinas religiosas, morales o ideológicas en las que cada quien pueda creer.
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