Apestan. En todo el país rural y urbano, en las paredes, en las azoteas, en el cielo, en los árboles. Repugnan. En todas partes, a toda hora, en la vigilia y hasta en el sueño. Ofenden. Mujeres, hombres, gordos, flacos, blancos, negros, mulatos, pintos y achinados, con sonrisas artificiosas, puestas para el engaño con sus frases y promesas huecas. Afean. Invaden el paisaje y la cotidianidad de un pueblo jarto de tantos farsantes. Desagradan. Son los postulantes a hacer millones o ampliar sus fortunas en la industria más rentable de una república demasiado degradada: los precandidatos y precandidatas a lo que sea, a lo que toque o aparezca.
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