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El clímax del dolor

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Entramos a celebrar la Semana Santa, en la que el pueblo cristiano recuerda con entusiasmo, profunda reflexión  y amor las últimas horas de la vida de Jesús y su obra salvífica en la cruz del calvario para liberar a la humanidad de la condenación del pecado.

“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda,  más tenga, más tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él”, (Juan 3:16-17).

Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo: Elí, Elí, ¿lama Sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (Mateo 27:46).

Corrían años turbulentos en el mundo; las legiones romanas hablan impuesto su hegemonía en la mitad del universo conocido; la vieja Palestina gemía y añoraba bajo el yugo de sus opresores; la religiosidad judía cargada de ritos y pesadas ceremonias no daba soluciones para mitigar la angustia moral y espiritual de un pueblo sumido en la apostasía y la ignorancia de valores supremos. Fue en esos tiempos que Jesús vino a compartir el drama de la humanidad.

La gloria de su advenimiento iluminó la dulce escena de Betlehem, una canción en el cielo anticipó una hora gloriosa para el hombre, sus palabras inspiradoras transmutaron las brumas de una generación sin rumbo en la diáfana claridad de una nueva posibilidad de alcanzar la felicidad soñada.

Sus bienaventuranzas cayeron en el corazón, como el rocío sobre la frente de quienes luchan estérilmente por un mundo mejor. Pero El sufrió como ninguno, desde siglos antes la profecía le señalaba como el varón de dolores.

La amargura del desprecio, el azote de la burla, la angustia de la incomprensión, la vergüenza de la injuria, fueron parte de la copa que bebió antes del horror de la cruz. Pero nunca desmayó; bajo un sol calcinante o bajo un firmamento azul; besado por la brisa de Moab o flagelado por la borrasca del Tiberíadas, pero siempre con la arrogancia sagrada de quien está por encima de la miseria del dolor, haciendo de su sufrimiento un crisol donde la gloria de Su Persona se mostraba en sus más exquisitos valores. Sus ojos plenos de amor no derramaron una sola lágrima por sí mismo, su llanto siempre acompañó el dolor de sus semejantes. ¡Este es mi Dios!, su grandeza me enorgullece y fascina, la dignidad de su reciedumbre me inspira y sostiene.

El sol despuntó tras una noche singularmente oscura, sus rayos no alcanzaron a quebrar un cielo plomizo y frío. La mañana gris fue testigo de un juicio que avergüenza la historia. Una centuria romana se abrió paso entre la muchedumbre, tres hombres caminaban hacia el patíbulo, uno de ellos era Jesús. En su rostro se leían las huellas del tormento, pero sus ojos manifestaban brillantemente la gloria de su grandeza.

La caravana se detuvo, el espanto de la crucifixión comenzó en el Gólgota. Tres cruces se levantaron desafiando las sombras, en una de ellas moría Jesús. El cuadro era solemne y dramático y en el viento de la cumbre llegaba la voz de la profecía: «Mirad si hay dolor como mi dolor».

El calvario de Cristo marca el clímax del dolor. El sufrimiento de la cruz no era sólo la angustia indecible de los padecimientos físicos, el dolor más desesperante del Hijo de Dios fue el morir desamparado, el cargar sobre sus hombros el pecado de la humanidad, el agonizar pagando la deuda del hombre, el sangrar por el crimen de la historia, el sufrir como inocente el castigo de Dios a la miseria humana.

Pero su dolor no fue en vano, y el triunfo de su resurrección es la prueba eterna de la victoria de su cruz. Por su desamparo tenemos hoy amparo en Dios, por su sacrificio perdón de nuestro pecado, por su muerte vida y vida en plenitud.

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