Desde hace algunos años la preocupación por la calidad de la democracia se ha convertido en una dimensión cada vez más importante a la hora de evaluar el funcionamiento del sistema político. Ya no se trata simplemente de concebir la democracia como un régimen en el que la característica principal se refiere a la selección de representantes para ejercer las funciones de gobierno, sino que se integra la dimensión del cómo se gobierna, cómo se ejerce la representación.
La calidad de la democracia, desde esa perspectiva, incorpora la cuestión del buen gobierno o gobernanza, postulando que existe un derecho al buen gobierno. Es decir, que una democracia funcional provee de buen gobierno a sus ciudadanos.
Por eso se entiende como normal el ejercicio del control ciudadano, que es inherente a la calidad de la democracia, porque es un mecanismo de retroalimentación para garantizar el buen gobierno, que es esencial a la calidad de la democracia.
Es como si a la noción de balances y contrapesos entre poderes independientes propia de la concepción republicana, se le agregara la dimensión del ejercicio del control ciudadano como un cuarto nivel de aseguramiento o garantía.
El primer nivel o ámbito desde el cual se ejerce control ciudadano o social es la opinión pública, que hoy día es el estado de percepción, las corrientes de opinión sobre los temas de interés general. Se espera que ésta sea capaz de servir como una primera instancia de aseguramiento de la calidad de la democracia. Con la expansión de las tecnologías de la información y comunicación, con los sofisticados métodos de sondeo o encuestas de opinión, es prácticamente posible determinar el estado de opinión pública sobre un tema en cualquier momento, con una celeridad y costos razonables. Y de la misma forma, las tecnologías informacionales propias de la sociedad red permiten que en la formación de la opinión pública intervengan más actores y que su producción sea menos vertical, más democrática.
Los mismos factores que hacen posible una opinión pública con núcleos de formación más diversos, horizontales y democráticos se convierten en un imperativo que determina que la transparencia sea un valor fundamental cuando de la calidad de la democracia se trata. Así como hoy es inseparable la noción de buen gobierno del concepto de democracia, lo es también la de transparencia y rendición de cuentas respecto del buen gobierno. Una administración pública abierta, transparente, que rinde cuentas y que dispone de mecanismos rápidos y eficaces para recibir retroalimentación desde la ciudadanía se considera imprescindible. Es una dimensión del conjunto de atributos de ciudadanía que constituyen un Estado social, democrático y de derecho.
La rendición de cuentas, apertura y transparencia también se perciben como un poderoso estímulo al buen desempeño, al esfuerzo y dedicación de quienes ejercemos funciones de gestores públicos.
La gestión pública contemporánea está condicionada por la formación de las corrientes de opinión que valoran de forma positiva o negativa la calidad democrática, la eficacia, probidad y adecuación de las formas en que gobernamos así como el apego a un ideario democrático que por difuso es más difícil de controlar, pero cuya eficacia es innegable. Y las consecuencias de no tomar en cuenta esa necesaria adecuación entre el desempeño de los gestores democráticos y la cultura o estado emocional de la sociedad, de las percepciones sociales, pueden ser –si se llega a los extremos– catastróficas. Pensemos, por ejemplo, cómo el gobierno egipcio de Morsi; apenas en un año pasó de gozar de la confianza de una mayoría relativa de la población a verse en una situación de ingobernabilidad que no sólo dio al traste con aquella administración, sino que, peor aún, ha desatado tales conflictos y tensiones que la milenaria sociedad egipcia se debate ahora en los prolegómenos de una guerra civil.
Siendo este el panorama, el control ciudadano debemos asumirlo como una de las condiciones y responsabilidades de nuestro ejercicio de gestión pública. Los y las responsables de ejercer cargos públicos no sólo tenemos que cumplir con un conjunto de atribuciones funcionales propias de nuestros cargos, sino que tenemos que hacerlo generando confianza, y la certidumbre de que nuestro actuar estará apegado a valores socialmente construidos acerca de qué es lo pertinente, de qué es lo democrático en un contexto determinado.
Entendiéndolo así, entonces, veremos el control social o ciudadano no como un problema o dificultad, sino como un subsistema de nuestro tablero de mando: un mecanismo de alerta permanente que nos servirá de guía para aquilatar no sólo la eficacia de nuestras decisiones y soluciones técnicas, sino su ajuste al estado de percepción de la sociedad, a la opinión pública. Si lo asumimos como la herramienta que es, gobernaremos mejor. No extrañe entonces la vocación de la presente administración gubernamental por rendir cuentas, por ser transparente y por generar escenarios y mecanismos de aseguramiento de la calidad de gobierno, entre los cuales el control social a través de veedurías ciudadanas es un paso inicial en la dirección de una sociedad más efectivamente democrática.
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