En el territorio de la garantía del acceso a un proceso justo, la intención fiscal de “secuestrar” el contenido de la carpeta fiscal mientras se realiza la investigación penal y darle aperturar solo cuando se ha presentado acusación, es una práctica que debe ser desenmascarada y erradicada.
Una maniobra como esa genera un inequívoco menoscabo a las posibilidades de defensa por cuanto cercena, en la etapa procesal investigativa, la posibilidad de que el sujeto pasivo del proceso penal pueda, de manera eficaz y oportuna, proponer, participar u obtener ciertas pruebas necesarias para fortalecer su teoría exculpatoria.
Aunado a lo anterior, se le habrá impedido al justiciable la oportunidad de interponer refutaciones, mecanismos de contradicción, incidentes y excepciones, obstaculizando la tutela judicial efectiva y convirtiéndolo en un “mero espectador” (López Yagües), que en muchos casos ve transcurrir la etapa investigativa desde los barrotes de su celda, convertido a la fuerza en un convidado de piedra de su propia causa.
Como lo denota Díaz Cabiale, el reconocimiento de la desigualdad congénita en el sistema adversarial es inaplazable, pues el ente acusador comienza a construir, ladrillo por ladrillo, su acusación desde los preludios de su investigación, al tener acceso pleno al acerbo probatorio, vislumbrando con holgura sus fortalezas y debilidades para corregirlas oportunamente, mientras mantiene a su adversario en insuperable oscuridad.
Lo que resulta contradictorio es que mientras el fiscal actuante cierra la carpeta fiscal como secreto estatal o, en el mejor de los casos, la abre gotita por gotita, a su ritmo, y bajo su sola potestad, no desaprovecha la oportunidad de citar al ciudadano para interrogarlo y hacerlo una fuente de información al constreñirlo a entregar documentos que luego justificarán su propia acusación, como ya ocurrió en el caso Odebrecht. (Expediente n.º 2017-2497, 2019, p. 930).
Esa estrategia execrable hace vano el deber del órgano fiscal de dar a conocer los cargos por los que se le persigue como manifestación del principio acusatorio y convierte al sujeto pasivo del proceso en un medio de prueba y a su derecho de defensa en una letra muerta.
De paso, es evidente que no se puede hablar de igualdad de armas cuando la justicia secunda esa maniobra fiscal que procura negar el acceso global al expediente durante la investigación, sabiendo que su conocimiento y examen es indispensable para impugnar eficazmente los cargos endilgados (TEDH de 9 de julio de 2009, asunto Mooren c. Alemania), aportando, solicitando, requiriendo pruebas o participando en su ejecución cuando ello es posible.
Lo que se espera es que el juez llamado a controlar el respeto de las garantías de los justiciables, como tercero ajeno al debate de los adversarios, haga visible esta práctica a través de la cual se mutila a la defensa su radio de acción para controvertir y replicar; y no deje pasar la oportunidad de adoptar las “medidas para reducir a su mínima expresión la diferencia que existe entre la participación procesal del acusador y la del acusado” (González Navarro).
Por ello urge otorgarle al derecho a acceso a las pruebas su sitial, como ya lo hace ya el Tribunal Constitucional, procurando que el justiciable pueda preparar su participación en las distintas etapas del proceso (Carbonell & Ochoa Reza), sin el riesgo de encontrarse bajo medida de coerción y de ser acusado sin que antes se le haya otorgado el conocimiento preciso de los hechos endilgados, el derecho invocado y las pruebas recaudadas (Baytelman y Duce).
De esta manera el derecho a la formulación precisa de cargos (Código Procesal Penal. Artículo 19) debe trascender, cuanto antes, a su verdadera y contemporánea dimensión, que desde mi punto de vista es: “la formulación, información y conocimiento preciso y oportuno de los cargos y de las pruebas que los sustentan”.