Guido Gómez Mazara, Héctor Guzmán, José Rodríguez Soldevilla y Juan Pablo Uribe, entre otros importantes dirigentes del Partido Revolucionario Dominicano con presencia mediática, han comenzado temprano la difícil tarea de inculcar en las mentes de los electores que los arrebatos discursivos de su candidato presidencial, el ex Presidente Hipólito Mejía, no se corresponden con las condiciones de hombre bueno, trabajador, responsable, honesto, solidario y excelente político que –para ellos– posee de sobra.
Y quizás no lo hacen por capricho. Antecedentes preocupantes tienen a la mano, aunque éxito no alcanzarán en sus buenos propósitos si no cuentan con el complemento de una dosis de mensura y silencio por parte del atípico político.
Los desenfrenos verbales están registrados como uno de los talones de Aquiles de toda la gestión de Mejía (2000-2004) y de su fallida pretensión reeleccionista al término de su mandato. Y hoy faltan evidencias contundentes sobre cambios en tal comportamiento que suavicen el camino de abrojos hacia las presidenciales del 20 de mayo de 2012.
Mejía es un hombre campechano, ligado a la agricultura desde que era niño pobre de Gurabo y de Baní, hasta hoy, cuando reitera que es un empresario exportador multimillonario capaz de pagarse la campaña. Pero aún desde su campechanía no logra verbalizar un discurso coloquial sostenido, como lo hacía Bosch, en tanto a menudo se deja deslizar hacia lo vulgar, lo soez, condición no exclusiva del campesino ni del citadino pobre.
Menospreciar la figura del Presidente llamándole Leonelito y mentiroso, y de paso repetir cada día que encarcelará todos a los corruptos de este Gobierno sin importar rango, en clara alusión al mandatario, resultaría gracioso a los oídos de los perredeístas, y hasta los radicalizaría de cara a las elecciones. Pero con su guerra avisada tan de madrugada, solo alerta al dueño del poder y lo prepara para la defensa; ahuyenta a sectores conservadores determinantes para ganar en procesos como el que se avecina y une más al partido oficialista y al Gobierno.
Cierto que el Presidente Fernández luce acorralado, más por su propio Gobierno que por la oposición. Muchos de los funcionarios, otrora pregoneros de la honestidad, se han convertido en rapiñas insaciables a través de camarillas que han creado con ese fin. Ellos y sus claques, más que la crisis económica, son causa del descontento popular creciente y de la caída de la imagen del jefe del Ejecutivo, quien, sin embargo, no ha sabido –o no ha querido— zafarse de ellos. Paradójicamente, el Gobierno se cocina en su propia salsa. Una salsa que a mucha gente le huele pestilente cada día más.
Si el Gobierno se autodestruye, la coyuntura aconseja a Mejía una dosis de comedimiento y de silencio; mas él ha preferido la palabra hiriente, mordaz, hueca, muy cercana al repentismo, una enemiga casi inseparable que le puede aguar la fiesta del próximo mayo.
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