La columna de Miguel Guerrero
Las protestas violentas en Turquía, Grecia, España y Brasil, extendidas a otras naciones como Chile y Costa Rica, han partido de pequeñas expresiones de inconformidad que demuestran el enorme grado de empoderamiento de las juventudes y las clases media de esos países y el alto nivel de descontento social existentes en cada uno de ellos.
Por el significado que tiene para nosotros, los dominicanos, ninguno de esos casos merece más atención que los acontecimientos en Brasil. En esa grande y noble potencia económica emergente admirada en todo el mundo, las protestas se originaron contra un aumento de pocos centavos al precio del transporte, a la que se agregaron después otras demandas, obligando a la presidenta Dilma Rousseff hacer cambios radicales en el gobierno.
Tal vez el más significativo de todos se relaciona con la lucha contra la corrupción, en la que la señora Rousseff ha cosechado importantes lauros, que al parecer no han sido suficientes para los brasileños. Me refiero a la derogación por el Congreso de una ley que limitaba la investigación de los fiscales en casos de corrupción que involucran a funcionarios públicos. Esa limitación constituía, sin duda alguna, una traba a los esfuerzos de la administración de la señora Rousseff para adecentar al gobierno, a pesar de sus logros en esa área, con la destitución y enjuiciamiento de influyentes figuras públicas de su propio partido.
Un ejemplo el del Brasil digno de ser emulado por el Congreso y la Justicia dominicana, para evitar experiencias dolorosas que pudieran resultar de la creciente decepción que provoca el desconsolador historial de corrupción e impunidad que daña el presente y oscurece nuestro futuro. Allí no se usó la explosión social para reprimir a la población, sino para iniciar un proceso de revisión de las causas del malestar que la provocó. Una lección que deberíamos aprender.