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El emplazamiento en el credo de la SCJ

ENFOQUE
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     La Primera Sala de la SCJ ha estimado como válido y eficaz el emplazamiento en domicilio de elección, instituto que originalmente consagró el vetusto art. 111 del Código Civil: “… las notificaciones, demandas y demás diligencias podrán hacerse en el domicilio convenido”. Más de un siglo después, en cuanto al acto introductorio de instancia, esa norma fue tácitamente derogada por la Ley núm. 3459 del 24 de septiembre de 1952, que debido a la transversalidad del acto procesal con el que el derecho a la defensa del demandado alcanza su cénit, exige su comunicación “a la misma persona o en su domicilio, dejándole copia”.

Si el alguacil no lo encuentra, el referido precepto manda a entregárselo -siempre en su domicilio- a uno de sus “parientes, empleados o sirvientes”, y en ausencia de ellos, a “uno de los vecinos, quien firmará en el original…”, todo con la finalidad de que se le garantice auténticamente el derecho de acceso a la justicia al demandado. Como se ve, no solo rechaza la ficción jurídica del domicilio de elección, dado que no ubica a este último en posición razonable de conocer el proceso abierto contra él, sino que también censura el carácter exclusivamente instrumental del emplazamiento.

¿Qué ocurre cuando normas dispuestas sobre el mismo plano de jerarquía, como sucede con las normas en mención, entran en conflicto? Pues que la proveniente de la fuente anterior en el tiempo, que en este caso es el art. 111 del CC, debe considerarse abrogada y, por ende, desaplicarse. Es el conocido principio de cronología. La parte in fine del art. 59 del Código de Procedimiento Civil -el otro precepto con base al cual la sede casacional mantiene su criterio- lo que prevé, en puridad, es la prorrogación voluntaria de la competencia territorial del tribunal que eventualmente conocería del asunto.

Veámoslo: “… en caso de elección de domicilio, para la ejecución de un acto, [el demandado será emplazado] por ante el tribunal del domicilio designado…”. Nada más. Siendo así, el acto embrionario del iter procesal debe notificarse de conformidad con la referida Ley núm. 3459, modificatoria del art. 68 del CPC. Aunque es una obviedad, el derecho protegido en este motivo es el amplio y complejo contenido de la tutela judicial efectiva: “La salvaguardia del derecho a la defensa contradictoria de las partes a través de la oportunidad de alegar y probar… con apego a los principios de bilateralidad e igualdad de armas”, como ha sostenido, en reiteradísima jurisprudencia, el Tribunal Constitucional español.

Muy a pesar de ello, y sin parar mientes en la concurrencia de ninguna circunstancia impeditiva que prive materialmente al demandado de ser oído, nuestra corte de casación civil insiste en visar el emplazamiento en domicilio de elección, modalidad que, según ella, deja regularmente constituida la relación jurídico-procesal entre demandante y demandado. Para oxigenar su chocante teoría, aplica analógicamente el indicado art. 59 del CPC, cuyo texto no comprende ni por asomo el supuesto de hecho al cual viene dándole cobertura.

Al traspasar su marco, es claro que desvaloriza la función del emplazamiento en el seno del proceso y, todavía más, ignora su relevancia constitucional. Por supuesto que nuestra legislación no condiciona la validez ni eficacia del acto procesal en estudio a su recepción material, posición que se encuadra en la denominada “presunción de conocimiento legal” que, como se sabe, la doctrina critica con severidad. Sin ánimo de adentrarnos en ese debate, lo cierto es que el emplazamiento en domicilio de elección es huérfano de sustento normativo.

Consecuentemente, no acredita el traslado de su contenido al demandado ni permite siquiera presumir que ha servido a su propósito, esto es, situarlo en un contexto del que razonablemente se deduzca que ha conocido la pendencia del proceso abierto en su contra. Celoso guardián del debido proceso, nuestro Tribunal Constitucional ha señalado que “solo puede tomarse como válida y eficaz una notificación si la misma es recibida por la persona a la cual se destina o si es entregada debidamente en su domicilio”, como se lee en la TC/0034/13.

Y añade: “… la inactividad procesal solo puede surtir efecto legalmente válido con respecto a dicha persona solo si se comprueba que ciertamente esta ha recibido, en las circunstancias enunciadas, el documento o sentencia que la conmina a efectuar una determinada actuación judicial”, salvo, claro está, que carezca de domicilio conocido. De su lado, Marina Martín González, en su reciente obra “Los actos procesales de comunicación y su vinculación con el efectivo ejercicio del derecho de defensa”, explica que “La primera comunicación dirigida al demandado encarna un verdadero sistema legal de garantías que asegura la salvaguarda y la efectividad de los principios jurídicos-naturales de contradicción, audiencia e igualdad de armas procesales”.

No huelga recordar que el emplazamiento es la piedra angular del proceso civil, por lo que “Procurar diligentemente su notificación personal a la parte demandada se torna en un presupuesto lógico para el acceso a la justicia, de defensa de los propios intereses…”, como expresa la autora en cita, quien agrega que toda otra modalidad merma sensiblemente las posibilidades del demandado de hacerse oír y rogar justicia a favor de sus derechos e intereses cuestionados.

Para dejar de abordar este teme en abstracto, descenderemos a una casuística en la cual nuestro plenario casacional concibió el emplazamiento como mero requisito de paso al siguiente trámite procesal. En virtud de un contrato de venta suscrito en el 2007, el comprador eligió domicilio en la secretaría del tribunal de primera instancia, sin especificar en cuál de las diferentes salas del departamento judicial. Quince años después, el vendedor lo demandó, pero en lugar de emplazarlo en su domicilio real -que figuraba en el contrato y en el cual le había comunicado otros actos y un sinfín de correspondencias- lo hizo en el vago e indeterminado domicilio de elección.

Al desconocer la existencia del proceso, el demandado no tuvo oportunidad de comparecer, instruyéndose en su defecto. Cuando le fue notificada la sentencia -esta vez en su domicilio real-, demandó la nulidad del emplazamiento. El tribunal de juicio así lo declaró; entendió, y entendió correctamente, que a la indeterminación del domicilio contractualmente convenido se sumaba el hecho de que el mismo no faculta más que a convocar al demandado por ante esa jurisdicción, como dispone el art. 59 del CPC.  

El asunto escaló hasta casación, cuya alzada consideró entendió que no obstante ser inespecífico el lugar elegido por domicilio, debía presumirse que era la sala civil del juzgado de primera instancia, dada la naturaleza del contrato. De esa manera, como si su carácter fuese puramente instrumental, certificó la validez del emplazamiento. Sin que constituya una digresión, el bien recordado Michele Taruffo enseñaba que “en los sistemas procesales modernos no se espera encontrar la verdad recurriendo a la adivinación, echándola a suertes, leyendo las hojas de té o por ningún otro medio irracional”.

No se precisa de mayor esfuerzo intelectual para saber que la inferencia de la Primera Sala de la SCJ es inasumible desde cualquier método de interpretación del derecho, amén de que tradujo los principios de acceso a la justicia, defensa y contradicción en láminas vacías de contenido. Pero eso no fue todo; sermoneó que al demandado le correspondía “mantenerse monitoreando” la secretaría del tribunal que la sede de casación avaló como domicilio elegido, sin indicar, desde luego, la premisa normativa en virtud de la cual llegó a tan voluntariosa conclusión. 

El tema que abordamos no es rico en malentendidos, lo cual redobla nuestra preocupación de que, en el credo del tribunal judicial de cierre, el núcleo esencial de la tutela jurisdiccional efectiva no les impone a los jueces el deber de adoptar, más allá del cumplimiento rituario de formalidades legales, cautelas orientadas a asegurar que el emplazamiento ha servido su finalidad. Duele admitirlo, pero en la aplicación del principio de progresividad de los derechos y garantías fundamentales, la Primera Sala de la SCJ va a la zaga.

Para valernos de una ejemplo que lo pone de relieve, el Tribunal Constitucional español ya consideraba en 1984, o sea, hace cuatro décadas, que “para dar pleno cumplimiento al precepto constitucional, no basta con el mero cumplimiento formal del requisito de la citación; es preciso que el órgano judicial asegure, en la medida de lo posible, su efectivad real, pues… el art. 24.1 de la Constitución contiene un mandato implícito al legislador y al intérprete, dirigido a promover la defensión mediante la correspondiente contradicción”, como consigna su STC 37/1984.

Incluso, la doctrina predominante reconoce que cualquier forma alterna de emplazamiento, aun sea hecha de conformidad con la ley, puede derivar en situaciones de indefensión material, por lo que recae sobre el órgano jurisdiccional el deber permanente de cerciorarse de que el mismo, dado su carácter supletorio y excepcional, le haya asegurado al demandado su derecho a ser escuchado. No sin razón, la misma corporación constitucional expuso en su STC 83/2018 que “… cuando del examen de los autos o documentación aportada por las partes se deduzca la existencia de un domicilio que haga factible practicar de forma personal los actos de comunicación procesal con el demandado, debe intentarse esta forma de notificación”.

El criterio de la Primera Sala de la SCJ es pábulo de litigantes con intenciones torticeras, amaestrados en abrir procesos con miras a sustraer a la parte demandada de su conocimiento, eliminando así toda posibilidad de defensa. Ojalá dicha sede no demore en rectificarlo, pues además de que la Carta Sustantiva está dotada de eficacia normativa, de que todas y cada una de sus normas son directamente aplicables, de que la ley únicamente existe en su interpretación secundan Constituciones, y de que el imperio del derecho reclama pasar por el rasero de la razonabilidad el encaje de las instituciones infra constitucionales, los formalismos procesales no son un fin, sino un medio al servicio del principio superior al que les sirven: la tutela jurisdiccional efectiva.

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