La columna de Miguel Guerrero
Una vez escribí que el nuestro no es un Estado amigable. Sus leyes y reglamentos nos hacen las cosas difíciles. Y su burocracia, lenta e hipertrofiada, no ayuda a aligerar la pesada carga que pesa sobre la sociedad.
En la mayoría de los países avanzados, el Estado está al servicio de la gente. Dispone medidas con el propósito fundamental de facilitarles a los ciudadanos el cumplimiento de sus obligaciones. Muy distinto a como resulta entre nosotros.
Sacar aquí un acta de nacimiento puede convertirse en una de las tareas más odiosas, exigiendo a veces hasta una o dos semanas, dependiendo del lugar de donde el ciudadano sea oriundo.
Igual sucede con el pasaporte, cuya libreta tiene dos precios, dependiendo de las urgencias de los interesados. Ir a un cuartel policial hasta por una leve infracción de tránsito o un ligero accidente puede resultar una pesadilla. Y hasta enfermarse, con todo el Seguro Familiar de Salud o tal vez por ello, da lugar a una horrorosa experiencia personal.
Todo parece haber sido diseñado con fines puramente fiscales sin tomar en cuenta las posibilidades y necesidades diarias de la gente.
No es que seamos un Estado fallido, como alguna vez se le tildó, pero lo cierto es que los ciudadanos comunes y corrientes pasan las de Caín cuando se enfrentan a alguna calamidad o adversidad, debido al poco respaldo que en situaciones difíciles es doble esperar de los organismos o instituciones públicos. Son escasas las cosas que aquí funcionan. La mejor prueba de ello es el tránsito. No sólo hay pocos semáforos, buena parte de ellos donados por gobiernos y ciudades del extranjero, sino que en la mayoría de los casos no funcionan por falta de una pieza o electricidad, también donada esta última por empresas privadas.
En definitiva vivimos en un país donde se pagan muchos impuestos y muy poco se recibe a cambio. Una verdad innegable aunque duela.