Todavía hay gente en este país a favor del control de la economía por el Estado, algo a lo que ha comenzado a renunciar incluso el gobierno cubano sin el valor para admitir que medio siglo después de haber suprimido la iniciativa privada el experimento no fue más que un total y aparatoso fracaso. Ante tan monstruosa evidencia de irracionalidad, a los cubanos se les está permitido ahora criar gallinas en sus patios y vender los frutos de sus conucos, aunque bajo estricta supervisión de la privilegiada, corrupta e improductiva burocracia del partido y del Estado.
La prosperidad material y el ensanchamiento de las oportunidades, que liberan al ser humano de la esclavitud que supone la dependencia de un gobierno o de una claque política, han sido a lo largo de la historia el fruto de la capacidad de los seres humanos para desarrollar toda su capacidad en un clima de libertad e igualdad de derechos. Tenemos en nuestro país clásicas muestras. La mina de oro y la industria azucarera, por ejemplo. La estatización de la primera, en momentos de precios históricos en los mercados, condujo a su quiebra, con un único legado: un pasivo ambiental descomunal sin precedente en la isla.
Hubo un tiempo en que la industria azucarera producía, con 16 ingenios, doce del Estado, millón y medio de toneladas de azúcar. ¿Cómo se explica que en un mismo escenario, el Estado, que producía las dos terceras partes, haya zozobrado y los ingenios privados en cambio sobrevivieran y sean hoy unidades más productivas y eficientes, generando empleos y riquezas a la nación? Igual sucede con el sector eléctrico, donde la mano estéril del Estado traba toda posibilidad de crecimiento, manteniendo al país casi en la oscuridad, existiendo magníficos ejemplos de eficiencia de producción y suministro en el ámbito privado, con nivel de rentabilidad y costos muchos más bajos que el de los apagones.