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27 Abril 2024

El fideicomiso público en la legislación nacional

En definitiva, la llamada técnica de remisión al reglamento o doctrina de complemento indispensable de la ley, debe complementar “solo lo indispensable y nada más que lo indispensable”, como explica Juan Manuel Trayter Jiménez en la parte general de su obra Derecho Administrativo.

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En un artículo publicado el lunes 31 de enero en el Listín Diario, Leonel Fernández sostuvo que el fideicomiso público no existe entre nosotros, criterio que amparó en la mención aislada que de dicho instrumento jurídico se hace en el Decreto núm. 95-12, contentivo del reglamento de aplicación de la Ley núm. 189-11. Al no preverse absolutamente nada respecto de las formalidades ni procedimientos atinentes a su constitución, operatividad o extinción, coincido con el exmandatario en que se trató de un ripio, una suerte de cabo suelto en el elenco de definiciones ofrecidas por el poder reglamentario.

De todas formas, la interrogante sigue aleteando con delirante insistencia: ¿puede la Administración Pública consentir válidamente fideicomisos públicos? Primero que nada, cabe aclarar que conforme al principio de separación de los poderes, la potestad normativa es función reservada al Poder Legislativo y, excepcionalmente, a los demás poderes públicos y órganos constitucionales a fin de complementar o desarrollar la materialidad de los textos legales.

Los reglamentos no son otra cosa que actuaciones administrativas de carácter normativo – evidentemente distinta a los actos administrativos de carácter general – que integran el ordenamiento jurídico en un escalafón inferior al de la ley. Y aunque en principio su titularidad le es atribuida al Poder Ejecutivo, también de ella disponen el Poder Judicial, los órganos constitucionales extrapoder como parte de la competencia accesoria e instrumental que se desprenden de su autonomía funcional, y aquellos órganos y entes a los que el legislador expresamente les otorgue tal potestad.

En cualquier caso, sin embargo, su validez está sujeta a que no contraríe ni exceda el campo de aplicación de la disposición legislativa cuyo cumplimiento facilite o desarrolle. El tema es un tanto complejo, por lo que redoblaré esfuerzos por hacerlo comprensible, considerando oportuno explicar, in primis, que existen dos clases de reglamentos: el ejecutivo o secundum legem, los cuales complementan la ley que los justifica y a la que se deben, y los autónomos o extra legem sobre los que me referiré más adelante. Como principio de organización básico del Estado, la autonomía implica la facultad de establecer un régimen normativo propio para su funcionamiento, pero cuando se trata de reglamentos secundum legem deben tener por objeto el encauzamiento hacia la operatividad efectiva de la ley sin traspasar el límite que se deriva del principio de jerarquía normativa.

Luis Consculluela Montaner, catedrático de Derecho Administrativo en las Universidades de Córdoba, Valladolid y Complutense de Madrid, enseña que “El reglamento ejecutivo es aquel que desarrolla las disposiciones de una ley generalmente por atribución expresa de la potestad reglamentaria en la propia ley a desarrollar… cumple una función de colaboración normativa con la ley”. Por su parte, el reglamento extra legem no desarrolla ninguna ley, sino que en virtud de la potestad reglamentaria que le atribuye la Constitución o la ley al órgano público, regula materias no incluidas en la reserva de ley.

Consculluela Montaner agrega: “En materia de reserva de ley, solo esta puede abrir la capacidad normativa de otros poderes públicos, y una vez dictada la ley, que en todo caso deberá contener el núcleo esencial de la regulación, el reglamento debe limitarse a establecer el complemento indispensable por motivos técnicos… No cabe, por tanto, ningún reglamento autónomo en materia de reserva de ley; solo podrán dictarse en esas materias reglamentos ejecutivos que vengan a desarrollar ese núcleo esencial regulador de la materia previamente establecido en una ley”.

Si bien es verdad que la Ley núm. 189-11 faculta al Poder Ejecutivo a dictar reglamentos, no es menos cierto que los mismos no pueden sr más que ejecutivos o secundum legem. No le reconoce -ni podía reconocerle- capacidad para deslegalizar, instituto del derecho comparado conforme al cual la ley cuya regulación se pretende autoriza a que sus previsiones puedan ser derogadas o modificadas por el reglamento, convirtiendo a este último en una norma con rango de ley. Como nuestro ordenamiento jurídico no contempla la deslegalización, pasamos por alto esa excepcionalidad y recuerdo que la Ley núm. 189-11 únicamente autorizó al Poder Ejecutivo a complementar el “núcleo esencial regulador” de su materia, esto es, del fideicomiso privado.

Eso nos deja, como ya expresamos, ante un reglamento ejecutivo que por su naturaleza debe necesariamente tener una coincidencia material de contenido con la Ley núm. 189-11 y, como recalca Consculluela Montaner, limitada “a completar cuestiones de detalle que… no invadan el contenido propio de la ley en supuestos de materias reservadas a la ley… En ese sentido, la regulación institucionalmente propia de los reglamentos ejecutivos se limita a complementar o desarrollar lo establecido a nivel más amplio o general por la ley, sin suplantar lo dispuesto en ella ni introducir desarrollos normativos contradictorios…”.

Recapitulando: el reglamento ejecutivo debe subordinarse a la ley, tanto desde el punto de vista jerárquico como sustancial. “… a través de la potestad reglamentaria no es posible ampliar, restringir, modificar o contrariar la norma promulgada por el legislador (límite por competencia), así como tampoco limitar o impedir la realización de los fines perseguidos por esta”, tal como explica Germán Alberto Bula, expresidente del Consejo de Estado de Colombia. Y es lógico que sea así, porque el reglamento no deja de ser un acto complementario de la ley, no una nueva ley.

Resulta, sin embargo, que el Decreto núm. 95-12 previó una figura jurídica que la Ley núm. 189-11 no contempló, lo que en mi opinión fue una astilla desgajada de su marco normativo, o lo que es igual, extraña al fideicomiso privado. Y es que al prever un instrumento jurídico del que el legislador hizo mutis, el poder reglamentario excedió el marco de su competencia, penetrando en los dominios que la Constitución le reserva al legislador. A título de ejemplo, el reglamento podía precisar definiciones o aclarar etapas del procedimiento con el propósito de permitir la ejecución del texto legal de referencia, pero no introducir institutos o encuadrar supuestos no contemplados en este último.

Esa es una verdad de a puño; el doctrinario Felipe Tena Ramírez aborda el carácter secundario, subalterno e inferior del reglamento así: “No puede exceder el alcance de la ley ni tampoco contrariarla, sino que debe respetarla en su letra y espíritu. El reglamento es a la ley lo que la ley es a la Constitución, por cuanto la validez de aquél debe estimarse según su conformidad con la ley. El reglamento es la ley en el punto en que ésta ingresa en la zona de lo ejecutivo; es el eslabón entre la ley y su ejecución, que vincula el mandamiento abstracto con la realidad concreta”.

Pero eso no es todo; nuestro Tribunal Constitucional ha tenido oportunidad de fijar doctrina al respecto. En su TC/0032/12 expresó que “La heteronomía de los reglamentos implica no sólo que no pueden expedirse sin una ley previa a cuya pormenorización normativa están destinados, sino que su validez jurídico-constitucional depende de ella en cuanto no deben contrariarla ni rebasar su ámbito de aplicación. A excepción del poder reglamentario autónomo, no puede expedirse un reglamento sin que se refiera a una ley, y se funde precisamente en ella para proveer en forma general y abstracta en lo necesario a la aplicación de dicha ley a los casos concretos que surjan… Además, lleva razón el accionante al indicar que “todo reglamento debe limitarse a aclarar u ordenar el contenido de la ley, pero nunca crear situaciones nuevas no previstas en los textos legales”.

Más aun, en su TC/0415/15 sostuvo que “El reglamento es la norma que, subordinada directamente a las leyes e indirectamente a la Constitución, puede, de un lado, desarrollar la ley, sin transgredirla ni desnaturalizarla”, y en la TC/0286/21 reafirmó que el poder reglamentario “se encuentra sometido a las condiciones de que la norma reglamentaria no contravenga lo expresamente establecido por la ley…”. En definitiva, la llamada técnica de remisión al reglamento o doctrina de complemento indispensable de la ley, debe complementar “solo lo indispensable y nada más que lo indispensable”, como explica Juan Manuel Trayter Jiménez en la parte general de su obra Derecho Administrativo.

Ahora bien, bajo el pretexto de que la ley carece de contenido material propio y de la ayuda inexcusable del reglamento, no puede transferirse la potestad legislativa, porque eso supondría “… una abdicación por parte del legislador de su facultad de establecer reglas”, como consideró el Tribunal Constitucional español en su sentencia núm. STC/83/1984, del 24 de julio del 1984. Semejante posibilidad produciría una verdadera deslegalización de la materia reservada, y el propio Trayter Jiménez razona que “La ley contiene los elementos esenciales de la materia regulada y llama al reglamento para que complete cuestiones de detalle, menores”.

El principio de reserva de ley, al ser una garantía formal de validez del reglamento, no puede desconocerse ni siquiera en interés general, porque desde el momento en que se rebasa la potestad concreta para la que se atribuyó la competencia reglamentaria, se incurre en desviación de poder. Consecuentemente, la mención solitaria que del fideicomiso público se hace en el reglamento de aplicación de la Ley núm. 189-11, es poco menos que nada para darle viso de legalidad a dicho instrumento jurídico en República Dominicana.

Su constitución por parte de la Administración supone, distinto al fideicomiso privado, el manejo de los recursos públicos por una institución fiduciaria, por lo que esta opción b) de la concesión como modalidad contractual orientada a darle participación al sector privado en la administración de bienes o servicios públicos, que muchos consideran ya como su “sustituto pobre”, es una quimera jurídica en nuestro país. No sin razón, el expresidente Fernández enfatizó con su habitual lucidez que “Frente a tal panorama, podría argumentarse que todos los proyectos de fideicomiso público promovidos hasta ahora por el gobierno son, desde el punto de vista jurídico, inexistentes”.

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