Necesitamos definir lo que queremos ser y cómo deseamos vernos dentro de quince o cincuenta años. Tal esfuerzo no corresponde a una administración ni mucho menos a una fuerza política. Se trata de un ejercicio de conjugación de voluntades, por encima de toda confrontación o prejuicio partidista. Si las diferencias prosiguen obstaculizando la búsqueda de ese objetivo común inaplazable, las posibilidades de un futuro promisorio serán escasas.
En sociedades democráticas las disparidades de criterio enriquecen el debate y ayudan a encontrar senderos seguros hacia el desarrollo y el fortalecimiento institucional. La imperiosa necesidad de encontrar vías de consenso para enfrentar los desafíos del porvenir de manera alguna significa una renuncia a esas diferencias. Una cosa es la diversidad de opinión, que es la esencia misma de una sana práctica democrática, y otra la rencilla que ha caracterizado el juego político en el país.
El país ha encontrado siempre, aún en los momentos más trágicos de su historia, fuerza suficiente para salir airoso de las situaciones más difíciles. En los últimos años, se cifraron grandes expectativas en la reforma judicial. Con una lentitud que a veces generó mucho escepticismo, los tribunales llevaron a cabo procesos que definieron nuestra determinación para hacer cumplir la ley y sentar las bases de un confiable estado de derecho, en el que el respeto a la dignidad humana y no el dinero sea el eje alrededor del cual gire la dinámica social. El pacto por la educación fue otra victoria de la voluntad nacional. Tenemos pendientes otros dos pactos, el eléctrico y el fiscal. Será nuestra responsabilidad si permitimos otra vez que la oportunidad pase de largo ante nuestra indiferencia, ya que no siempre cruza con ruido de tambor, sino con un ligero toque apenas perceptible para aquellos dispuestos a ver en cada desafío una oportunidad para un mejor futuro.
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