El quehacer político criollo ha importado una licencia malévola a la cual recurre con inusitada frecuencia para lograr la meta de encaramarse en los espacios de poder. Principios básicos: la calumnia, la infamia, la hipocresía, la mezquindad, la depravación y, si es necesario, el brindis con champagne y un abrazo para disimular.
Y quien no reúna esas prendas –me advertía un amigo profesor que las asume–, no da para político.
Quizás por ello en el mercado local tienen más posibilidades de trabajo y de reconocimiento público quienes contemporizan con esas tachas. No conspiran contra la solidez de esos poderosos pilares, pues carecen de valores que los rijan.
La complicidad y el perdonarse perversidades es el cordón umbilical que une a muchos políticos abiertos y velados del patio. Casi nunca los ata el compromiso social de salvar al país de la pobreza, la indigencia, la falta de educación y salud, el atraso. Mucho menos ideologías ni colores.
Eso es ser inteligente, moderno y no conflictivo. Y es la antesala de la riqueza ilícita que tantos aplausos mediáticos recibe.
Vivimos los tiempos del depende. Una situación será buena o mala, según el arraigo del actor; Grave que para la santificación terrenal solo se necesita dinero aunque sea robado, y un grupo de tígueres como franqueadores.
Más grave aún si se advierte que el problema en modo alguno es exclusividad de los políticos formales de derecha que batallan por repartirse los puestos del Estado. También pasa con igual veneno por los juntas de vecinos, clubes, parroquias, ONGS (como el que más hipotecan al Estado vía patrocinios extranjeros), gremios, sindicatos, grupos de izquierda, universidades, la familia…
Solo que este accionar, aunque igual de pecaminoso, discurre inadvertido porque todas las miradas enfocan las rutinas de los políticos reconocidos como tales, quizás por inducción mediática.
Esta visión miope de la sociedad en putrefacción trae consigo oleadas incontenibles de deterioro y desesperanza. Porque vivimos unos tiempos cuando en una institución equis de la sociedad cualquier violador y ladrón termina como un santo patrón, adulado y protegido; mientras un hombre honesto acaba con un gorro de pendejo, un baño de escarnio y un linchamiento moral, sin apelación.
Imposible avanzar con esos niveles de hipocresía y de complicidad general.
(Un estudiante de comunicación ya en ejercicio me ha enviado un adjunto: Un gallo orondo aborda al pavo y le dice: ¡Feliz Navidaaad! Él, medio triste por el horno que le esperaba, le contesto: “Pu ta Madre”).
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