La columna de Miguel Guerrero
Por acción de los gobiernos y a pesar de su ostensible incapacidad para atender con eficacia sus responsabilidades esenciales, el Estado ha ido creciendo de forma tan brutal que interviene en la vida de cada ciudadano, de manera directa e indirecta, una carga muy difícil de sobrellevar. No existe de hecho una actividad social o económica de impacto que no esté de alguna forma ligada, atada, comprometida o asociada con el Estado, o paralizada por él.
Así, mientras falla en dotar adecuadamente a las escuelas de pupitres, pagar a tiempo a los servidores públicos, muchos de los cuales no desempeñan una función útil, y no encuentra cómo darle ocupación a miles de médicos desempleados, no obstante las terribles deficiencias de los servicios de salud que presta, los gobiernos se empeñan en ensanchar su radio de acción convirtiéndose en instrumentos abrumadoramente dominantes. Asumen tareas que en sus manos resultan tan amplias como absurdas. El crecimiento del papel que los gobiernos se han otorgado a sí mismos con evidente señal de autoritarismo ha tenido como resultado la creación de controles excesivos y paralizantes de la actividad creativa nacional. Para total desgracia nuestra, esos controles van más allá de la esfera de la economía.
Concebidos teóricamente para garantizar suministros adecuados de productos básicos a la población, muchos de esos controles han terminado erosionando los canales normales de comercialización y abastecimiento. No se trata de negar la trascendencia del papel del Gobierno en la vida de ésta o cualquiera otra nación. El problema estriba, por lo menos entre nosotros, que al trascender su presencia por encima de lo que dictan sus obligaciones constitucionales, los gobiernos descuidan sus tareas fundamentales. Y esto normalmente ocurre en detrimento de las propias responsabilidades adicionales que tratan de asumir. En definitiva ni una cosa ni la otra.