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El gradualismo progresista del papa Francisco

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El papa Francisco tiene 86 años, además de estar afectado por algunos problemas de salud que le impiden tener una mayor movilidad para hacerse presente en muchos lugares y situaciones en los que seguro quisiera estar.

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En la época moderna probablemente ningún papa haya encontrado tantos problemas internos en la Iglesia católica como los que encontró el papa Francisco cuando ascendió al papado el 13 de marzo de 2013. Se dice, incluso, que su antecesor, el gran intelectual católico Joseph A. Ratzinger -papa Benedicto XVI- decidió renunciar abrumado por los graves problemas que se habían acumulado en la Iglesia católica en torno a dos cuestiones: por un lado, los casos de abusos de menores por parte de obispos y sacerdotes en múltiples jurisdicciones alrededor del mundo y, por el otro, los escándalos que se habían producido por los manejos inapropiados de las finanzas del Vaticano.

            A estos dos problemas habría que agregar uno que no pareció preocuparle mucho a Benedicto XVI, pero sí al papa Francisco: la derechización de la Iglesia católica en Estados Unidos que, al asumir la agenda del protestantismo conservador ligado al Partido Republicano, abandonó por completo la doctrina social de la Iglesia al asumir un discurso fundamentalista, cerrado y excluyente que la fue desconectando de sus bases tradicionales y la inhabilitó para tener un diálogo franco y tolerante con sectores emergentes que, aún con simpatía por el catolicismo, sintieron que no tenían espacio en esa nueva forma de pensar.

Ese giro hacia un conservadurismo extremo, estructurado exclusivamente alrededor de temas como el aborto, la homosexualidad y la identidad de género, trascendió fuera de Estados Unidos y se convirtió en el discurso dominante del catolicismo alrededor del mundo. Por supuesto, en ese terreno no hay manera que la Iglesia católica le gane al conservadurismo protestante que también se ha desligado de su tradición progresista en Estados Unidos, al igual que en otros países como África del Sur, donde fue factor clave en la lucha contra la esclavitud, la segregación racial y la discriminación, como atestiguan los ejemplos emblemáticos de Abraham Lincoln, Martin Luther King y Nelson Mandela, quienes libraron sus luchas desde su fe cristiana.

            El papa Francisco ha tenido que lidiar con esos tres problemas con una gran dosis de sabiduría, carácter, determinación y moderación. En cuanto a los dos primeros -los abusos sexuales y los manejos financieros escandalosos- él ha tomado medidas serias para fortalecer la transparencia, los sistemas de controles, la rendición de cuentas y el fin de la complicidad y la impunidad. No obstante, estos problemas han sido tan graves y de tan hondo calado que tomará mucho tiempo erradicarlos tomando en cuenta que hay estructuras en el poder eclesial que defienden el estatus quo y se resisten a las reformas.

            En cuanto al aspecto doctrinal y el posicionamiento ideológico de la Iglesia católica, el papa Francisco ha ido avanzando, con gran tino y sabiduría, hacia posiciones más abiertas, tolerantes y progresistas, pero con un sentido atemperado que se sustenta en el diálogo y la construcción de consenso. Él se ha situado entre los que desean un cambio radical y los que no desean cambio alguno, guiado por una especie de ética aristotélica que evita tanto el exceso como el defecto muy propio de la tradición y la forma de funcionar de la Iglesia católica.

            Esta visión se refleja en el documento síntesis de la asamblea sinodal que se dio a conocer el 29 de octubre de 2023 luego de un proceso de consulta de dos años y que sienta las bases para una nueva ronda de discusión dentro de un año. En lugar de fijar posiciones definitivas sobre temas sensibles como hubiesen querido algunos, el documento plantea interrogantes e invita a continuar la reflexión sobre una variedad de temas que hace apenas algunos años estaban excluidos del discurso de la Iglesia católica.

Uno de esos temas es el de la participación de la mujer en la estructura de la Iglesia, sobre el cual el documento recoge la tensión entre los que se oponen, por ejemplo, a otorgarle a las mujeres el ministerio diaconal y los que consideran que “concederle a las mujeres el acceso al diaconado restauraría una práctica de la Iglesia primitiva”, al tiempo que otros lo verían como “una respuesta adecuada y necesaria a los signos de los tiempos, fiel a la Tradición y capaz de encontrar eco en los corazones que buscan una renovada vitalidad y energía en la Iglesia”. Plantear el tema y ponerlo en la agenda del proceso sinodal es de por sí un paso reformador, pero con un sentido gradual y hasta milimétrico, pero que hace posible que  el cambio sea aceptado de manera más orgánica y pacífica.

            Otro de los temas abordados fue la relación de la Iglesia católica con diversos sectores que tienen deseo de inclusión en el catolicismo, pero que no encuentran forma de ser reconocidos. En una sección que se titula Por una Iglesia que escucha y acompaña, el documento plantea que: “… las personas que se sienten marginadas o excluidas de la Iglesia por su situación matrimonial, su identidad y su sexualidad también piden ser escuchadas y acompañadas, y que se defienda su dignidad. En la asamblea se percibió un profundo sentimiento de amor, misericordia y compasión hacia las personas que son o se sienten heridas o desatendidas por la Iglesia, que desean un lugar al que volver ´a casa´ y donde sentirse seguras, escuchadas y respetadas, sin miedo a sentirse juzgadas… La asamblea reafirma que los cristianos no pueden faltar al respeto a la dignidad de ninguna persona”.

El tono de este pasaje, así como de muchos otros, es muy diferente al discurso censurador que se impuso en la Iglesia católica en las últimas décadas que ha alienado a tanta gente que busca espiritualidad e inclusión en un ambiente de comprensión, tolerancia y compasión, no así de juzgamiento, censura y discriminación. Esto no significa que la Iglesia católica tenga que renunciar a aspectos nodales de su doctrina, pero tampoco negarse a reflexionar a la luz de su propia experiencia histórica, incluyendo especialmente su momento fundacional, y de las exigencias propias de un mundo complejo marcado por la pluralidad y la emergencia de nuevos sujetos que reclaman reconocimiento y nuevos derechos.

El papa Francisco tiene 86 años, además de estar afectado por algunos problemas de salud que le impiden tener una mayor movilidad para hacerse presente en muchos lugares y situaciones en los que seguro quisiera estar. No obstante, la manera cómo él ha asumido el proceso de reforma, más colectivo que individual, da lugar a pensar que el proceso que él inició, basado en la consulta y la participación desde abajo hacia arriba, está llamado a dar resultados que perdurarán en el tiempo y que marcarán, es de esperar, una nueva manera de la Iglesia católica responder a los llamados de tantas personas con necesidades, experiencias y sensibilidades distintas que, aun queriéndolo, no han encontrado espacio en la visión encapsulada, excluyente y juzgadora que ha prevalecido en la Iglesia católica en los  últimos tiempos.

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