El hurto de propiedades públicas, cuya importancia al parecer no alcanzamos a apreciar en su justa dimensión, constituye un grave delito contra la ciudad. La sola mención de los objetos robados produce una enorme pérdida de ánimo, porque podría llevar a la falsa conclusión de que somos una sociedad de cleptómanos. Las hazañas incluyen el robo de bustos de próceres, tapas del alcantarillado, alambres de teléfonos y del cable, así como de las redes de electricidad.
La lista es mayor todavía. En zonas comerciales y residenciales quedan ya muy pocos letreros de bronce y las preferencias de los hábiles delincuentes dedicados a esa tarea incluyen las verjas de metales que rodean edificios y parques públicos, como llegara a ocurrir hace ya un tiempo el lugar turístico de Los Tres Ojos, el Jardín Botánico y el antiguo parque zoológico, entre otros. Lo más grave de todo esto es que las autoridades, que se sepa, no han podido dar con esos maleantes, por más que la lógica sugiera que estos objetos robados sólo pueden comercializarse en unos cuantos, muy escasos, establecimientos industriales. Las versiones más socorridas dicen que estos objetos, todos de metales, se funden en fábricas dominicanas para ser exportados a China, que importa toda clase de material para su industria creciente.
Sea lo que se haga después con estos objetos, la verdad es que estamos ante un hecho inaudito. También se han mencionado en distintas épocas robos del alumbrado del puente Juan Bosch y del Estadio Olímpico. De manera que la capacidad de depredación de algunos dominicanos no tiene límites ni fronteras. Y esta práctica delictiva, por supuesto, no se detiene con los autores materiales de las sustracciones de estos bienes públicos, sino con aquellos que la alientan adquiriendo estos objetos con fines comerciales. Son muchos los que ante esos hechos no aciertan a entender qué nos ocurre sin salir de su asombro.