No me sorprendió que el juez de la Corte Suprema, Julio Ibarra Ríos, muriera en su finca de Bayaguana, Monte Plata.
La última vez que le vi fue en el parador Turey, en la carretera Duarte, que va al Cibao, a mediados del año pasado –no recuerdo el mes– cuando él sí me pilló al darme una palmadita por la espalda mientras yo chequeaba el caro precio de unas galletitas. Me impresionó porque es inusual que en estos contornos una persona llegue a tan alto estatus social y mantenga los pies sobre la tierra, enarbolando reglas elementales de cortesía.
Lo primero que me llamó la atención de Julito fue el sombrero de paja, de alas anchas, blanco, que llevaba puesto, y un dispositivo en la garganta que al activarlo le permitía susurrar palabras. Nunca le había visto con tal atuendo, salvo su eterna guayabera; menos con su voz disminuida resultado de una traqueotomía. Pero exhibía el mismo ánimo y la sencillez del primer día cuando le conocí, al final de los ochenta del siglo XX.
Entonces no era juez en proceso de retiro, cargo que desempeñó hasta el domingo 13 de marzo de 2011 en la mañana cuando el corazón le falló frente a su familia.
Con ex fiscal del Distrito durante el gobierno presidido por Antonio Guzmán (1978-1982) y funcionario de posteriores gobiernos, comencé a interactuar cuando era abogado litigante de los tribunales de la República, a tiempo completo, tras haber dejado su labor docente de dos décadas en la Universidad Autónoma de Santo Domingo.
Había llegado él, a final de los ochenta del siglo XX, a la división de FM de Radio Mil para hacer de comentarista del programa Matutino 103, junto al sociólogo Manny Espinal y el locutor Henry Pimentel. Compartíamos en los pasillos cuando él, en los descansos intermedios del trabajo, fumaba sin parar y carraspeaba hasta hacer temblar los cristales del quinto piso del edificio Metropolitano en la Máximo Gómez con San Martín; mientras yo saciaba mi eterna sed de cafeína y tosía por el fuerte olor a nicotina que aprisionaba los pasillos.
Siempre caminaba despacio, tirando bocanadas de humo que nublaban las áreas comunes. O con el cigarro humeante, casi perdido entre sus dedos mayor e índice. Siempre tenía un motivo para inducir el diálogo. Preguntaba: ¿Qué te pareció lo que dije? ¿Oíste? Parecía un niño curioso. Era un hombre simple, responsable, puntual, consejero…
En ese tiempo, solía contarnos cómo iban sus tierras. Todos los días nos llevaba una historia nueva: “Ahorita (después del programa) me voy para la finca; voy a sembrar cien matas de aguacate; voy a sembrar cien de mango, y son de calidad…” Era una letanía mañanera. Insistía en que la siembra era una fuente de ingreso segura, diferente a los empleos que nos agobiaban. Nos invitaba a sembrar, sembrar, sembrar…
Y cuando se topaba con el locutor Virgilio Baldera, lo paraba en seco y le recomendaba: “Mira, tú estudias Derecho, pero eres muy muerto y pequeño; tienes que avivarte. Ponte unos zapatos fuertes y da duro sobre el piso cuando estés en el tribunal, para que la competencia te respete…” Todos reíamos de buena gana.
En mi caso, sus consejos fueron más que oportunos, pues yo era el más joven director y locutor de Radio Mil Informando en toda la historia de la emisora. Recuerdo, sobre todo, uno que aun me martilla porque lo percibo a diario: la integración de comisiones oficiales para resolver problemas, en todas las épocas, ha sido una manera hábil de no resolverlos. Un día me confió: “Te pueden mandar a no resolver un problema”.
Él también sabía mucho de historia, y le gustaba, y sabía contarla sin adormecer al interlocutor. Era un profesional reconocido, apasionado con sus profesiones. Pero como lo vi muy de cerca, cada madrugada, puntual como pocos, puedo asegurar que si amaba el Derecho, adoraba la tierra y la siembra. Y que si le hubieran preguntado dónde prefería morir, habría susurrado con su voz apagada por el uso frecuente del cigarrillo: “Quisiera morir en mi finca, no en la Suprema”.
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