Hugo Tolenino Dipp es uno de esos seres humanos emblemáticos, tan representativo de lo mejor de la vida pública de su época, que debería durar por siglos. Pero no, la inapelable muerte se lo acaba de llevar cuando seguí a siendo un claro militante de la vida, firme y coherente en sus planteamientos, factoría intelectual sin tregua ni descanso, necesario ejemplo de que se puede ejercer la política como la concebía Juan Pablo Duarte, la ciencia más digna, después de la filosofía, de ocupar las mentes de los seres humanos.
Su legado es tan inmenso que cuesta resumirlo, pero digamos que encendió luz y testimonió honestidad y entereza en todas las actividades de sus casi 9 décadas como historiador, como académico y rector de la Universidad Autónoma de Santo Domingo en los años difíciles de 1974-76, como miembro de la Cámara de Diputados en cuatro periodos, y en tres de ellos su presidente, como canciller de la República y como militante político comprometido con los sueños de libertad, justicia y dignidad humana.
Tolentino siempre estuvo adscrito a los proyectos de construcción de una nación de instituciones democráticas consolidadas, sobre todo en momentos difíciles como cuando fuera asesor político del presidente Francisco Caamaño Deñó durante el gran desafío nacionalista y de dignidad nacional de la ocupación militar norteamericana que ahogó la revolución constitucionalista en 1965.
Durante muchos años apareció como uno de los más firmes y eficaces colaboradores del gran líder popular José Francisco Peña Gómez, quien no desaprovechaba oportunidad para enaltecerlo, consciente de su desprendimiento personal, de su honestidad y pulcritud y de su rechazo sistemático a las ambiciones que tanto limitan el horizonte humano.
Tres episodios relatan la dimensión de Tolentino Dipp. El primero fue como redactor del discurso con que Caamaño resignó la presidencia de la nación en armas, tras el acuerdo que puso fin a la guerra, que ha quedado como pieza antológica de la convicción democrática: “Porque me dio el pueblo el poder, al pueblo vengo a devolver lo que le pertenece. Ningún poder es legítimo si no es otorgado por el pueblo, cuya voluntad soberana es fuente de todo mandato público…”
Segundo: A principio del 2003 renunció al cargo de Secretario de Estado de Relaciones Exteriores, cuando el presidente Hipólito Mejía adoptó la penosa decisión de apoyar, hasta con un puñado de tropas, la invasión de Estados Unidos a Irak, bajo el falso argumento de que esta nación poseía armas de destrucción masiva. Hugo Tolentino sabía que aquel era un acto tan imperialista y abominable como la invasión a nuestro país en 1965. Su dignidad y coherencia sólo le daban la opción de la dimisión.
El tercero es menos conocido, pero del que me tocó ser testigo, desde la madrugada del 10 de agosto de 1994, cuando Peña Gómez debía responder la propuesta que le presentó Joaquín Balaguer la noche anterior para saldar la grave crisis originada en el fraude electoral de mayo, consistente en dividir por la mitad el período de gobierno, para él mantenerlo por dos años y luego cederlo al líder perredeísta. Varios del entorno peñagomista habían sucumbido a la tentación, pero Hugo Tolentino se mantuvo enérgico, sosteniendo que aquello era una farsa balaguerista que dañaría irreparablemente a Peña Gómez. Porque no era de esa forma que debía llegar a la presidencia y porque a quien proclamarían presidente era al anciano caudillo. Cuando Peña Gómez salía de su oficina para responderle a Balaguer, Tolentino le pidió que le relevara de acompañarlo, y el líder, poniéndole la mano en el hombro le dijo que tenía que ir. Ya en el auto le pidió que fuera él, Hugo Tolentino, quien expresara el rechazo.
A Tolentino me unió una firme amistad abonada por muchas horas de reflexiones compartidas, en días malos y malísimos. Hace algunas semanas lo visité desde que me enteré que lo acechaba la muerte, y se explayó una vez más. Estaba tratando de editar parte de su legado político-intelectual. Se marchó maldiciendo “el fantasma tenebroso de la reelección”, que asoma impenitente y contra la que combatió toda su vida, incluyendo una polémica memorable en 1970.
Hugo sabía que su vida había sido de plenitud y grandes realizaciones, pero se iba profundamente insatisfecho de los resultados de su generación, pese a tantas luchas, sangre, sudor y lágrimas.