La prolongada tiranía de Trujillo, que alguna gente entre nosotros todavía añora, representó un enorme retroceso en todos los aspectos de la vida nacional. El país sufrió con Trujillo un atraso de treinta años, que nos ha costado recuperar. Aún vivimos el nefasto legado de esa larga y oscura sombra de nuestra historia. La triste herencia del trujillismo está todavía patente en casi todos los rasgos del acontecer cotidiano dominicano. El autoritarismo y la intolerancia que caracterizan ciertos comportamientos nacionales, en la política como en la esfera privada, son elementos importantes de ese legado histórico.
Trujillo representó una etapa en la vida del país imposible de reivindicar, a despecho de lo que pretenden entre nosotros muchos panegiristas de ese régimen con influencia todavía en nuestro quehacer político, y gente que trata por ese medio de justificar sus propios errores y claudicaciones pasados. En ocasión de una conferencia en el exterior, alguien del público me preguntó cómo podría definirse la personalidad de Trujillo. Mi respuesta fue que en el país personas que le sirvieron han tratado de crear una imagen paternal de ese odioso personaje. Trujillo fue un tirano sanguinario y corrupto, que actuó siempre con mano impiadosa contra todo asomo de oposición. Fue un hombre incapaz de inspirar sentimientos nobles o grandes empresas nacionales, que no fueran aquellas concebidas para su propio beneficio personal. Era un megalómano que disfrutaba con la humillación de amigos y adversarios. Una personalidad torcida en todo el sentido de la palabra.
En él, a diferencia de otros tiranos de su época, los únicos métodos válidos de interpretación de la realidad, fuera política, social o económica, eran la represión y la intimidación, en cuya aplicación se le reconoció siempre verdadero virtuosismo y crueldad incomparable.