Días después del terremoto, escribí que la dimensión del daño provocado a Haití era de tal magnitud que no bastaría con la ayuda humanitaria que se enviaba desde el país y otras partes del mundo, para contribuir a aliviar el sufrimiento de millones de haitianos. Habría necesidad de un esfuerzo de la comunidad internacional que trascendiera el plazo en que la tragedia dominara los titulares y la atención mundial. Un esfuerzo gigantesco que sobreviviera al entusiasmo inicial que el sentido de la solidaridad humana volcaba en estos días sobre esa nación.
Nunca como entonces se hacía tan urgente una acción de tal intensidad a favor de esa empobrecida y golpeada nación; un esfuerzo colectivo de larga duración, similar al observado en esos momentos de dolor y sufrimiento. Lo que Haití requería y aún requiere es un plan casi como el que Estados Unidos llevó a cabo para salvar a Japón y Europa de la destrucción de la guerra. Una especie de Plan Marshall que no podrá ser dejado únicamente bajo la responsabilidad de los estadounidenses, porque la comunidad internacional tiene una deuda moral con el pueblo haitiano, al que ha abandonado a su suerte.
Un plan, decía, que ayudara a reconstruir la infraestructura física de ese país, puentes, carreteras, caminos, presas, etc., y que salvara el territorio de la desertificación, repoblando sus montañas y recuperando sus bosques, para que los ríos vuelvan a tener su caudal original, resurja la agricultura y los haitianos puedan producir para alimentarse y superar las precariedades que padecen desde sus mismos inicios. Un plan que permita el regreso de la inteligencia haitiana que emigró por falta de oportunidades y la represión política, para inyectar a la vida a la nación ideas modernas y capacidad gerencial para sortear los desafíos del futuro. Un fideicomiso indefinido si fuera necesario, porque la reconstrucción de ese país durará muchos años.