Hablar de enajenación del patrimonio público en el caso de la privatización de las empresas públicas pudiera ser un bonito lema político en los tiempos de campaña permanente a que nos tienen acostumbrados los partidos políticos. Pero definitivamente esa clase de retórica carece ya de lugar en el ámbito de la moderna economía e incluso en la discusión de los temas fundamentales en las relaciones entre los estados.
Francois Mitterrand, a pesar de su muy “avanzado” y radical proyecto común con el partido comunista francés en los tiempos en que era candidato presidencial, fue después quien impulsó el traspaso de ciertas empresas y actividades públicas a la esfera privada, con excelentes resultados para los franceses. Fue otro socialista, Felipe González, quien en España libró a sus compatriotas de la tiranía derivada del control estatal de empresas de servicio público. Y un socialista más, el presidente Lagos, en Chile, quien promovió un tratado de libre comercio con Estados Unidos, que a los dos primeros años de ejecución ya daba a ese país oportunidades que parecían imposibles antes del acuerdo.
La enseñanza más importante de estos tiempos es la necesidad de flexibilizar los esquemas rígidos de análisis e interpretación, principalmente en el campo del ejercicio económico. Muchos de los problemas que han afectado a la nación, como a una gran cantidad de países, están relacionados con la obsesión y el apego a tabúes ideológicos que fomentaron la falsa creencia de que el Estado y el interés público, bajo todas las circunstancias, son una misma cosa.
La experiencia ha mostrado, por el contrario, que la corrupción y el despilfarro del patrimonio público han estado muy asociados tradicionalmente a la idea de que los políticos y los administradores estatales son los guardianes más idóneos de los bienes de la colectividad. La privatización, en su concepto moderno y bien llevada, puede librarnos de ese enorme y pesado lastre histórico.