En el funeral público al versátil Freddy Beras Goico, durante el lluvioso sábado 20 de noviembre de 2010, en la explanada sur de Bellas Artes, la joven madre de la niña Paola abría sus brazos y gritaba desafinada al viento desde la distancia: ¡Ay, Freddy, ay Freddy, y ahora qué… Solo quiero ver uno, uno solo como tú, en la televisión!
No podía abrazarlo y besarlo como quería. Ansiaba ese privilegio pero la barrera se lo impedía. Él la había ayudado a salvar a su hija.
Una anciana de la pobreza corrió la misma suerte. Asistió a “mostrarle” al muerto la hija salvada con una cirugía y se conformó con airear algunas palabras. “Aunque no pueda verlo ni pueda tocarlo, lo llevaré siempre en mi corazón”.
El grandulón de Boruga, aun con rastros de derrame –o de espasmo– en su rostro, pregonó impotente con dicción sorprendente, hasta que se atragantó: “Te vas y no te vas, hermano… Quieran a este hombre, es un hombre grande…” (Sollozos) El comediante Boruga (o Felipe Polanco), como Cuquín Victoria, era como la extensión de él en las comedias de la televisión y en los espectáculos nacionales e internacionales. Pocos de los veedores de la pantalla chiquita los aceptaban separados.
¡Coño, Dios mío, cuántos desequilibrios! Frase del temperamental de Freddy cuando despertó de una de las cirugías y se vio arropado de toda la tecnología de punta en un calificado hospital de Nueva York. No podía entender –contó a un programa televisual– que él tuviera todas las facilidades mientras tantas personas morían por carecer de ellas. Lo primero que hizo al despertar –relató– fue pensar en un joven que había dejado en Santo Domingo en trámites para una operación de vida o muerte. Así que ordeno que le dieran seguimiento.
Ese día le vi lágrimas como ríos caudalosos por sus mejillas mientras resaltaba su buena recuperación posquirúrgica y su deseo de sobrevivir al cáncer de páncreas que había sufrido durante cuatro años. Quería sobrevivir –resaltó con la cara bañada de lágrimas— solo para ver crecer a sus nietos. Sobre todo a sus nietos. No pudo.
El comelón y bocón de Freddy ya murió, ya lo enterraron. Los elogios de verdaderos dolientes –y de los farsantes– no caben en el mar Caribe. Yace desde el domingo en el osario Puerta del Cielo el humorista, libretista, productor de televisión, empresario, locutor… El mismo que en sus programas soltaba una repentina bocanada de improperios contra alguien que para él estaba ligado a lo malo y, a la vuelta de la esquina, pedía perdón si le demostraban lo contrario o si advertía que estaba equivocado.
Diluidas las emociones, con el correr de las horas viene el olvido fatal para dar paso a historias sensacionales que alimentan el morbo.
¿Vale la pena morir entonces tras una obra social de alto relieve si solo es para convertirse en abono de la tierra? No. De ninguna manera. Menos si se trata de una persona de 70 años cumplidos justo el día de la sepultura.
Muerto él, que por lo menos surja uno en la televisión que se preocupe por los pobres, como ha dicho la madre de la Paola. Uno solo que entienda el modelo de trabajar los medios que reclama un contexto caracterizado por la pobreza y la indigencia, por la corrupción privada y pública, por la droga y la delincuencia, por la descomposición familiar… Porque el Estado nuestro nada regula y ni siquiera pone condiciones para la asignación de frecuencias y dar facilidades para instalar medios, muerto él y enfermo Corporán, otros deberían comprender que es buen negocio el entretenimiento sano. Más si va amarrado al compromiso de sacar de la pobreza a poco más de la mitad de los 10 millones de dominicanos que registra la República.
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