Luis Buñuel, uno de los mejores cineastas españoles de los tiempos, marcó una generación, de la cual este articulista forma parte, con su maravillosa película El discreto encanto de la burguesía, la cual ganó el Oscar como mejor película extranjera en 1972. Ese título fue tan cautivante que podría decirse que no existe otro que se le equipare en cuanto a su uso en el lenguaje cotidiano de la generación de los setenta para describir las más variadas situaciones que generaban sorpresa, fascinación o desconcierto. Por eso el título de este artículo, el cual trata sobre un tipo de discurso político –el adanismo- que tanto encanto causa y que, por tal razón, lo usa recurrentemente la izquierda, la derecha o cualquier otra corriente política que se sitúe entre estos dos extremos.
El adanismo proviene de un mito, el del primer hombre (Adán), que si bien es racionalmente incomprensible no deja de interpelar y fascinar. Se asume como el comienzo, lo que surge después de la nada o que existe sin reconocer los logros y avances que se produjeron antes. El adanismo viene acompañado de un alto sentido de superioridad moral, esto es, los sujetos de este discurso se asumen a sí mismos como portadores del bien, prometedores de un nuevo amanecer, de un nuevo comienzo o de la propia redención. Toda promesa de cambio que se sustente en la idea de que se erradicará todo lo anterior, distinto a un proceso modesto y siempre parcial, suele estar imbuido de un adanismo que de manera grandilocuente hace creer que ya nada será igual y que todo habrá de ser mejor.
El adanismo se manifiesta de diferentes formas y grados de intensidad. La Revolución cubana, por ejemplo, proclamó, cuando todavía no se habían enfriado los fusiles, el nacimiento de un “hombre nuevo” que dejaba atrás el individualismo, el egoísmo, la competencia, el racismo, el afán de lucro y todo lo malo que la vieja sociedad capitalista había causado en los seres humanos. En otras palabras, la redención humana hecha realidad. Sesenta y cuatro años después hay que salir con la lámpara de Diógenes a ver si se encuentra aquel “hombre nuevo” que tanto entusiasmo generó en su momento en las juventudes de América Latina y de muchas partes del mundo.
En tiempos más recientes hemos visto cómo los constituyentes chilenos, dominados por discursos redentoristas, prometieron la refundación de la República, esto es, la llegada de una nueva era que serviría de parte aguas con relación a un pasado que supuestamente no servía, incluyendo el pasado más reciente en el que hubo democracia, alternabilidad política, libertad, progreso económico y reducción de la pobreza, lo que ciertamente coexistió con problemas estructurales no resueltos y grandes desafíos. Como se sabe, al final la gran mayoría del pueblo chileno actuó con un instinto conservador en el buen sentido del término, es decir, votó en contra de la idea de una refundación de la República para preservar conquistas que se habían alcanzado a través del tiempo sin abandonar el deseo de reformas más puntuales y modestas.
La derecha radical también tiene el adanismo metido en su tuétano. La promesa de limpiar la sociedad de todo lo que considera aberrante –inmigrantes, homosexuales, abortistas, globalizadores desalmados, parásitos sociales, traidores- es común en las ascendentes fuerzas ultraderechistas en Estados Unidos, Europa, América Latina y otras partes del mundo. Por eso no es casual la extrema polarización que se vive actualmente en muchos países pues se trata de un discurso que niega lo que hubo antes, al que es diferente, al que está del otro lado de “los buenos”. El fanatismo es inescapable en este tipo de discurso, aunque, hay que decirlo, en el otro extremo del espectro político hay quienes tienen también la misma estructura de pensamiento, lo único que de signo ideológico contrario.
En nuestro país en tiempos recientes se vive un auge notable del adanismo. El discurso oficial, al proclamar sus logros, gira en torno a la idea de que “nunca antes” se había alcanzado lo que ahora se está logrando en todas y cada una de las esferas del ejercicio gubernamental, al tiempo que se promueve la idea de que esos logros son el resultado de méritos exclusivamente propios que nada tienen que ver con progresos anteriores. Los articuladores de ese discurso saben perfectamente cuán encantador puede ser el adanismo en cualquier sociedad y en cualquier momento como forma de darle sentido e inteligibilidad a ciertas experiencias para hacer un corte simbólico radical con lo que hubo antes.
Por supuesto que el gobierno tiene logros de los cuales puede sentirse orgulloso, como sucede con cualquier gobierno, a la vez que tiene derecho a criticar lo que otros hicieron, pero la idea subyacente de que todo lo anterior fue puro fracaso y desolación sencillamente no se corresponde con la realidad. De hecho, mucho de lo positivo que el gobierno tiene para mostrar –estabilidad macroeconómica, crecimiento, credibilidad en los mercados internacionales, boom del turismo y las zonas francas, atracción de inversiones- tiene mucho que ver con lo que hicieron gobiernos anteriores a través de legislaciones, desarrollo de capacidades institucionales y administrativas, expansión de la infraestructura, generación de confianza en los inversionistas y mantenimiento de la estabilidad y la gobernabilidad, para solo citar algunos aspectos.
Ciertamente, el discurso político de “un antes y un después” o de un “nuevo comienzo” sobre las ruinas de todo lo anterior resulta atractivo para muchos segmentos de la sociedad que en un momento determinado anhelan cambios políticos. No obstante, este discurso conduce, en último término, a su propia contradicción e insostenibilidad pues no se corresponde con la realidad, o al menos en la mayoría de los casos. Los cambios son necesarios, por supuesto, pues de lo contrario las sociedades permanecerían estáticas, pero estos suelen ser el resultado de una acumulación de factores entre los cuales están los aportes que otros hicieron antes. Además, la voluntad humana como agencia de cambio es siempre limitada, incremental, a veces de efectos milimétricos, que produce avances y retrocesos, lo que implica que lo nuevo casi siempre tiene algo de lo viejo o se beneficia en mucha o poca medida de lo que se construyó antes.
Cuando se ha pretendido usar la voluntad humana para hacer tabula rasa, barrer con todo, como ha ocurrido con algunas experiencias radicales de izquierda o derecha, los resultados han sido verdaderamente desastrosos. No es nuestro caso, por fortuna, pues hemos sabido durante casi cincuenta años encontrar los espacios de confluencia y moderación que nos han dado estabilidad y gobernabilidad, combinado con grandes avances económicos y sociales en un ambiente de democracia y libertad, sin dejar de reconocer los grandes problemas que tenemos y que no desaparecerán de la noche a la mañana. Por eso, nunca está demás poner una nota de cautela frente al adanismo como discurso político pues lo que hemos logrado como sociedad ha sido producto de la contribución de muchos actores, y así seguirá siendo en la medida que avanzamos hacia delante enfrentando problemas y desafíos y creando nuevas oportunidades de crecimiento y desarrollo.