Es evidente, siguiendo con el tema de las últimas entregas, que muchos escritores y académicos no comparten mis puntos de vista sobre el valor del testimonio personal en la narración de los hechos de valor histórico. Y así se han encargado de hacérmelo saber. Sin embargo, me parece absurdo que en la narración de acontecimientos recientes, los estudiosos de un tema menosprecien el valor documental del testimonio personal; las versiones de aquellos que en su momento formaron parte de los hechos y basen su relato sobre la base única de documentos de archivo que pueden ser tan falsos o inexactos como la versión más descabellada de un presunto testigo presencial.
El rigor reside en la armonía, en la justa conjugación de todos los recursos de que pueda disponer un autor en relación con el pasado. Se apela por lo regular al calificativo de periodismo histórico o historia periodística para referirse a todo relato referente a hechos recientes de nuestra historia, como si sólo lo muy lejano en el tiempo pudiera ser considerado como parte de la historia. Por eso me inclino a pensar que existe un elemento de desprecio intelectual en esta denominación y que muchos académicos no terminan de aceptar la realidad que nos rodea como un elemento importante de la historia que hoy vivimos o presenciamos, y que cada minuto transcurrido deja el presente para convertirse inexorablemente en parte de nuestro pasado histórico, sin importar la trascendencia que cada uno de nosotros le asigne, en ejercicio de nuestros propios prejuicios e intereses.
A pesar del desprecio de muchos intelectuales y académicos por esa forma de narración, es indudable que algunos de los mejores textos históricos sobre el último siglo están basados en las experiencias personales de sus actores, o en las observaciones, experiencias y recuerdos de aquellos que estuvieron cerca de ellos.
Recibe las últimas noticias en tu casilla de email